Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Control y transparencia

Hay que regresar una y otra vez a este concepto tan resbaladizo al que invocamos como solución a los desmanes que algunos sujetos cometen en las alcantarillas del Estado: transparencia. Hasta aquí, bien. Sin embargo, exigir transparencia sin límites nos conduce sin remisión a una sociedad hipervigilada y controlada hasta la más asfixiante minucia. Una sociedad en la que todo sea absolutamente visible es un lugar, sin duda, inhabitable. Sabemos que todas las grandes palabras contienen en sí mismas su cruz, es decir, su aspecto represivo. En nombre de la paz, la libertad y la democracia se han atropellado a millones de personas. Todo sea por la causa. La transparencia está asociada a la seguridad. Y aquí está la trampa. Por supuesto, todos queremos sentirnos seguros y, como no acabamos de comprender del todo los mecanismos de poder, incluso llegamos a exigir que se nos controle, se nos vigile, no sea cosa que nos vayan a dar un susto mortal. No olvidemos que quien quiere protegernos a toda costa, también pretende vigilar nuestros movimientos sin perderse detalle alguno, no sea que el niño se nos vaya a caer. Es una especie de pacto implícito, de contrato sin firma. Aceptamos, aunque sea a regañadientes, esa cámara que vigila y registra nuestros movimientos más nimios y, en principio, inocuos. Aceptamos, qué remedio, ser cacheados en los aeropuertos. Nos sabemos vigilados, aunque casi siempre lo pasamos por alto. De lo contrario, la vida no sería más que un estado de paranoia. Ahora bien, la transparencia llevada al extremo es equivalente a la sobreexposición de nuestros datos. Nada queda fuera de su alcance. Todo es visible. Ya no hay secretos. Los tabiques se vienen abajo y, en su lugar, se erige un cubo de cristal para que todo ademán quede a la vista. Todo queda alisado y allanado. Toda vivienda que se precie tiene que tener la cocina a la vista. Una cocina apartada es cosa vieja. La moda, ya saben.

En épocas en las que reina la confianza, no se exige a todas horas transparencia. Ésta sólo impera cuando se han perdido los vínculos y se ha destruido la confianza en el otro. Es entonces cuando cada ciudadano deviene un ser sospechoso. De alguna manera, se han tergiversado las cosas. Ahora ya no se trata de imponer silencio o de bloquear la comunicación. Las fuerzas represivas, digámoslo un poco a lo bruto, ya no impiden que cada cual se exprese. Al revés. Ahora el imperativo es que estamos obligados a expresarnos cuando, a menudo, no tenemos por qué hacerlo. El problema no consiste en que nos sellen la boca, sino en que nos exigen a hablar como si fuese una obligación. Como si la comunicación fuera un equivalente a la verborrea o consistiese en demostrar todo el rato que tenemos voz y grito. La transparencia a todas horas es también y, sobre todo, una descomunal falta de respeto y un acto de violencia. La transparencia absoluta quema la distancia y abrasa cualquier encuentro digno. Pues sólo existe un verdadero encuentro cuando existe una distancia previa. Un respeto. Nadie tiene derecho a saberlo todo de cada uno de nosotros. Lo peligroso del caso es que la transparencia posee un prestigio del que la oscuridad o la penumbra carecen. De ahí que sea muy fácil hacer un uso abusivo de ella. Siempre, claro está, en su buen nombre. Una sociedad sin filtros no es más que una insufrible olla de grillos en la que cada uno suelta su rollo sin pensar en las consecuencias. De ahí que sean muy valoradas esa zonas de penumbra, cada vez más valiosas debido a su escasez. No para callar y separarse del mundo, sino con la intención de intervenir en él con más y mejor sentido. No se trata de retirarse de forma definitiva, pero sí de detener durante un tiempo esta máquina, tomar aliento, estudiar, pensar y luego, si se considera oportuno, tomar la palabra y actuar. La cháchara constante y, en muchos casos, la información sin tregua, esa que exige declaraciones, imágenes, respuestas inmediatas cuando, en verdad, para responder con calma y cierto sentido sería necesario más tiempo, más demora, lo único que produce es una inmensa fatiga. Y, en fin, si no hay nada que decir, pues mucho mejor decir eso: nada. Y, además, con la misma transparencia que esgrimen y exigen los teólogos de la transparencia, esos nuevos déspotas.

Compartir el artículo

stats