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Antonio Papell

Artur Mas, entre el delirio y el sofisma

El discurso de investidura de Artur Mas, patético porque fue evidente que su gran objetivo era seducir a la izquierda radical y antisistema, fue el compendio de toda la sinrazón que rodea al conflicto catalán, que se ha crispado con el descubrimiento de una larga historia de corrupciones que afectaba al núcleo nacionalista que ha sembrado la simiente de la secesión. El victimismo quejumbroso de quien se considera víctima de un Estado opresor porque no consigue que se le autorice a violentar las leyes produce por inverosímil un cansancio infinito.

Mas ha partido de la premisa de que los votos del pasado 27S "otorgaron una mayoría indiscutible a favor de la independencia", por lo que nadie, a su juicio, "puede atribuirse mayorías silenciosas". Al parecer, no ha entendido todavía que la cuestión no es ésta: según la Constitución, que goza de toda la legitimidad y que en esto es semejante a todas las de nuestro entorno, Cataluña no posee una soberanía propia, por lo que no cabe la posibilidad de que pueda escindirse mediante un referéndum unilateral. El único medio de conseguir la secesión sería impulsando una reforma de la Constitución, que debería validar el titular de la soberanía, esto es, el pueblo español. Las excepciones democráticas a esta regla se han producido en el Reino Unido, que no posee una Constitución escrita, y en Québec, un joven Estado federal que permitió dos referendos en Québec pero que ha puesto serias trabas racionales y legales a la celebración de un tercero (la Ley de Claridad).

Pero a pesar de esta objeción esencial, los nacionalistas han tenido ocasión de ponderar el apoyo que les presta la ciudadanía en las urnas, y en las últimas elecciones autonómicas, convertidas en plebiscitarias por Artur Mas y los suyos, consiguieron el 48,7% de los sufragios. Pues bien: en el referéndum de Quebec de 1995, el sí a la independencia consiguió el 49,42% de los votos, frente al 50,58% de noes, y, como es democráticamente natural, el no prevaleció y los independentistas tuvieron que marcharse a casa cabizbajos. ¿Por qué no interiorizan los secesionistas catalanes la lección, en lugar de afirmar que el hecho de haberse acercado al 50% les legitima para seguir insistiendo en el proceso que ha negado ya una mayoría de ciudadanos? No es democrático insistir en una opción que ya ha sido cerrada por la ciudadanía.

Perdida la razón, Mas se ha dedicado a la retórica y se ha dirigido en castellano a los ciudadanos del resto de España en estos términos: "¿Quién se puede sentir atraído por Estado que utiliza la ley contra la democracia?" El sofisma es manifiesto: el Estado enarbola la ley de todos para evitar el desmán de quien explícitamente ha manifestado su insumisión a las leyes, su ruptura con la legalidad vigente, su provocativo desacato al estado de derecho. Frente a la apostura montaraz de un grupo que se niega a cumplir los términos del contrato social, el Estado no tiene más remedio que aplicar las leyes.

La última parte del discurso se ha dedicado a desarrollar "un plan de emergencia social" de gran calado, basado en diez ejes, que mejorará incluso las prestaciones que ahora proporciona el Estado. El guiño a la CUP adquiere así completa explicitud, y sin ningún pudor. La necesidad de Pujol y sus camarillas de salir del alcance de la Audiencia Nacional, de la Agencia Tributaria y del Ministerio Público es tan perentoria que Mas se aliaría con el diablo su fuera preciso para conseguir su objetivo. Se puede engañar a todos una vez pero no es tan fácil engañar a todos todo el tiempo.

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