Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Con retraso

1) Cuando leo que la preocupación máxima de la OTAN está en el Mediterráneo, pienso en Blair y su brillante discurso en el parlamento británico, destinado a convencer a los suyos y a los demás europeos de la necesidad de invadir Irak. De esa brillantez surgió la mierda -con perdón- que tenemos ahora. O la facilitó. Aquella guerra convirtió Irak en un campo de entrenamiento para lo que después se ha llamado Estado Islámico, que tiene allí una de sus mejores bases. Aquella guerra favoreció la consolidación de una red invisible cuyo penúltimo trofeo ha sido, probablemente, el derribo del avión ruso en el Sinaí. Y Blair fue uno de sus más visibles artífices: era el rostro amable del tosco Bush y el reverso -más culto y preparado- del estiradín Aznar. Pero no por eso menos peligroso a la hora de decidir con entusiasmo la guerra como, años atrás, que se bombardeara la televisión de Belgrado pese a las víctimas civiles -todas- que el bombardeo acarrearía. La vocación de poder tiene en el uso de la muerte -de los demás, claro- su mejor orgasmo. Escudada en la razón de Estado, Maquiavelo, Von Clausewitz y otras fatalidades.

Hace un par de semanas pudimos leer que Blair se disculpaba por los fallos de inteligencia respecto a las inexistentes armas químicas acumuladas por Sadam Hussein y a otros errores de esa guerra, errores -dicen que dijo en la CNN- cuyas consecuencias han favorecido la moderna organización del terrorismo islamista. Recordé a David Kelly, el científico británico experto en armas químicas y biológicas, que siempre negó que existieran en Irak y fue silenciado y desprestigiado en su país. Un desprestigio que acabó con su muerte, digamos que sospechosa, en un claro del bosque por donde aquel hombre solía pasear sin más compañía que su perro. Sólo se supieron dos cosas: que no había sido suicidio y que el mismo Kelly había predicho su muerte, si la guerra llegaba a estallar.

¿Qué diría Kelly ahora al escuchar a Blair? ¿Y qué relación tienen las palabras de Blair en la CNN con la próxima aparición de un documentado informe sobre los años de la guerra de Irak donde saldrá a la luz un buen puñado de mentiras?

Mientras tanto parece que quieren comprar unos drones para vigilar nuestras costas e impedir que, aquí en la frontera, nos pase algo malo. En fin...

2) Cuando éramos muy jóvenes -hablo de mi generación- y escribíamos versos y ya conocíamos la pasión de la poesía pero no éramos, exactamente, poetas, hubo dos libros ensayísticos que contribuyeron a la formación de nuestra poética. Uno fue Cartas a un joven poeta, de Rilke, que a mí me regaló mi cuñada Amelita y yo debía tener quince o dieciséis años. El otro fue Teoría de la expresión poética, de Carlos Bousoño, que viene de morirse, como dicen los franceses y sobre el que no pude escribir en su momento. ¿Por qué? Porque es difícil encontrar el camino del limbo y Bousoño vivía -y no lo digo porque estuviera enfermo desde hace años- en el limbo de la poesía española. Pese a tener todos los premios -absolutamente todos- y reconocimientos oficiales, allí estaba su residencia.

Acabados los setenta, ¿continuó existiendo Bousoño, más allá de su Teoría de la expresión poética -que ha servido de manual a tantos profesores de universidades españolas- o de dar la bienvenida teórica y práctica a la generación de los Novísimos? A mí me da la impresión de que no. Aunque continuara escribiendo. Nunca he encontrado poetas que citen, les haya influido, o digan -si son más jóvenes- que han leído los versos de Bousoño. Y sin embargo Bousoño existió y a finales de los sesenta -él no había cumplido aún los cincuenta años- se leían sus mejores libros -Oda en la ceniza y Las monedas contra la losa- y se vendían mucho, una edición tras otra. ¿Qué ocurrió entonces?

El día de su muerte cogí mi ejemplar de Oda en la ceniza e intenté leer alguno de sus poemas salmódicos y no pude, hasta llegar al último, titulado Precio de la verdad y dedicado a Ángel González, que sí. De ahí volví sobre algunas de sus dedicatorias a poetas en aquel mismo libro: Francisco Brines, Guillermo Carnero, Juan Luis Panero, Claudio Rodríguez o José Hierro. Y tuve la sensación de que entre la poesía de la Generación del 50 sobre todo, en su caso, la de Claudio Rodríguez y la de los Novísimos, la poesía de Bousoño no había resistido, se había asfixiado. De ahí el limbo. Pensé en ese destino: el de quien teoriza y sabe y admira la buena poesía de unos y otros, facilitándoles el camino incluso y luego queda en el arcén del tiempo y la luz se apaga y oda en la ceniza acaba siendo un título premonitorio. Y en lo injusto, también, de todo eso.

y 3) Cuando le dieron el premio Nobel de Literatura a la periodista bielorrusa, Svetlana Alexiyévich, busqué una entrevista que había leído un par años atrás. Entonces no conocía nada de ella -ahora tampoco- y por tanto no había leído su único libro -sobre Chernóbil- traducido en España. Pero en aquella entrevista había algo generacional -salvando todas las distancias: de país, de edad y de cultura- que recordaba difusamente y que había llamado lo suficiente mi atención, como para ligar el nombre de la premiada con el de aquella autora cuya entrevista leí. El milagro de internet hizo el resto y pude releer unas frases que no había olvidado del todo: "Vivo con el sentimiento de pertenecer a una generación que no supo llevar a cabo sus ideas", decía. Y más adelante, hablando de su juventud: "En aquellos años éramos muy ingenuos y muy románticos, creíamos que existía una nueva vida y que éramos capaces de crearla, que la culpa de nuestros males no era nuestra sino que estaba tras los muros del Kremlin". No sigo: a quien no le suenen estas frases no ha conocido... Bueno, callo ya.

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