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El odio en la memoria

Rosario, Carmen y Adela trabajaban en un hotel de Valladolid en que solían pernoctar gentes de clase alta con pocas simpatías por el movimiento obrero. Mujeres y hombres de bien vestir, hijos de burgueses que esperaban con más o menos ansia la llegada de las tropas fascistas a Castilla para que fuera efectiva la derrota de la República. Estas tres jóvenes y el mozo de servicio eran 'rojos', con carné socialista y pertenencia a la Casa del Pueblo. Los huéspedes no se limitaban a esperar la llegada de los franquistas, sino que organizaban agresiones a los convoyes de milicianos que huían hacia el norte ante el avance de los insurrectos. Mataron, entre otros, al mozo. Pero las tropas de Franco no llegaron; en su lugar, lo hicieron numerosos combatientes republicanos que finalmente sitiaron el pueblo. Tirón, uno de los huéspedes que muy voluntariosamente había salido a matar 'rojos', volvió al hotel en busca de refugio ante las previsibles represalias. Suplicó a las tres muchachas que no le delatasen, puesto que ello suponía la muerte segura. Una de ellas, Rosario, salió a denunciarle a las milicias.

Por el camino, presenció el crimen de un hombre por los balazos de un pelotón de milicianos. Al acercarse al cadáver, vio que sostenía en la mano una fotografía de dos niños vestidos de blanco. Convencida de la inutilidad de este asesinato, volvió al hotel, dio a Tirón la ropa y el carné de socialista del mozo fallecido y le dejó escapar. De nada servía otra muerte. Huelga decir que Rosario, Carmen y Adela, cuando llegaron los falangistas entre gritos de ¡Viva la muerte! fueron fusiladas sin que siquiera Tirón hiciese nada por evitarlo. Hasta entonces, siempre le quedó la duda de si las matarían -la duda era para él una buena almohada-, mientras que cuando su ejecución fue una certeza le quedó el consuelo cobarde de que no habían sufrido mucho.

Daniel trabajaba en una fábrica con el único objetivo de tener un sustento: casa, ropa limpia y comida suficiente. Lo hacía cumpliendo fielmente todas sus obligaciones y acatando las órdenes de los dueños del taller. Sin embargo, para muchos de sus compañeros, sus motivos no eran sólo insuficientes, sino espurios. Los sindicatos organizaron ad hoc un consejo obrero para despedirle por lacayo de la burguesía, esto es, fascista. Más que lacayo de la burguesía, Daniel no había querido ser paje sindical. Ya durante la Guerra Civil, estas organizaciones pretendían que en cada fábrica hubiera un puesto de trabajo para sus parados, sus protegidos.

Quedarse en el taller era una mala opción para Daniel, pero peor era que le despidiesen por fascista, cosa que le dejaba a merced de cualquier miliciano con un arma a la vuelta de una esquina. Para evitarlo, se afilió al sindicato anarquista, que a partir de entonces debía protegerlo. En este caso, también huelga decir que la lucha sindical entre comunistas y anarquistas concluyó con una denuncia basada en una prueba irrefutable de su fascismo. Le condenaron sin motivo por miedo a la libertad. "El miedo odioso del sectarismo al hombre libre e independiente. El día en que el consejo obrero le expulsó del taller, se perdió la causa del pueblo". Como castigo, Daniel fue enviado al frente a combatir por la revolución.

Ambas historias están lejos de ser producto de la fantasía. Con otros nombres, tienen una existencia real y una personalidad auténtica en la España entre 1936 y 1939. Nos demuestran, básicamente, que la miseria moral y la crueldad no sabían de ideologías. "Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e identidad en los dos bandos". Como también se repartían aleatoriamente la dignidad y la valentía de quienes únicamente querían defender su casa, a su mujer y a sus hijos lejos de cualquier conciencia reaccionaria o revolucionaria. Nos las cuenta, entre otras, un testigo directo: Manuel Chaves Nogales, periodista que tuvo que exiliarse a Francia -de donde también huiría ante la llegada de los nazis- en A sangre y fuego. Se fue, lúcido, cuando creyó que todo estaba perdido: "No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es igual. Será un gobierno dictatorial que con las armas en la mano obligará a los españoles a trabajar desesperadamente y a pasar hambre sin rechistar durante veinte años, hasta que hayamos pagado la guerra".

Con toda probabilidad, las 9 historias que relata son extrapolables a casi cualquier frente, a la Columna de Hierro o al crucero Baleares. La intención de derribar un monumento que hace sólo cinco años se convirtió en un recuerdo a todos los Rosarios y Danieles de la Guerra porque continúan queriendo hacer hincapié en los Tirones o en quienes condenaron a Daniel -tal vez sólo en los Tirones-, o los tontos útiles que entran al trapo con gritos de "Independentistas, a la fosa" -que en poco se diferencian del ¡Viva la muerte!- no hacen más que demostrar que algunos siguen fieles a las dos Españas, las de Cánovas y Sagasta. Dos Españas bárbaras que, en lugar de respetarse, siguen queriendo someterse la una a la otra, incapaces de organizar un Estado en el que sea posible la convivencia de ciudadanos de diversas ideas. Permítanme que termine como este libro que fervientemente les recomiendo para, cuanto menos, replantearse maniqueísmos. Lo cierto es que, viendo lo interesados que están algunos en perpetuar la inmundicia y el odio con la excusa de un monolito, nada es más oportuno. 'Daniel, convertido en miliciano de la revolución, luchó como los buenos. Y murió heroicamente batiéndose por una causa que no era la suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese'.

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