No hay duda de que el concepto de "Democracia", cuyo uso resulta tan del gusto de la clase política, es uno de los más importantes en un Estado Constitucional. Forma parte de la esencia misma del sistema, hasta el punto de que la buena salud de éste depende la calidad del modelo democrático. Por lo tanto, su relevancia es incuestionable y la labor de preservarlo y mejorarlo, imprescindible para su correcto funcionamiento. En palabras de Theodore Roosevelt, "una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o grande o democracia". Siempre habría, pues, que pensar en enriquecerla y modernizarla, sin acomodarse a unos planteamientos interesados sobre una hipotética perfección de las reglas electorales y participativas que tan sólo esconden los intereses espurios de quienes, habiendo llegado al poder, pretenden mantener inamovibles las normas que les han aupado a sus cargos.

Sin embargo, y dejando sentado lo anterior, la democracia no es la panacea que cura todos los males, ni su utilización posee la efectividad de una receta mágica que resuelve todos los problemas. Digo esto porque me ha sorprendido negativamente una propuesta que figura en el programa electoral de Izquierda Unida y que contempla la participación directa de los ciudadanos en la elección de jueces y magistrados a través de una votación. Se trata, por otra parte, de una opción que ya se lleva a cabo en otros países como Estados Unidos desde hace siglos, y cuyo modelo han copiado otras naciones de Latinoamérica. Personalmente, no me convence esta vía, al considerar que las teorías sobre la democracia representativa tienen sentido cuando se aplican a órganos cuya función consiste precisamente en representar a la ciudadanía que los elige. Si, por el contrario, se aplican a instituciones que, por definición, no han nacido para la representación popular ni cuentan entre sus atribuciones con la toma de decisiones dentro del marco de la discrecionalidad política, la idea se desvirtúa.

De hecho, si de algo nos quejamos los ciudadanos de a pie es de la politización de la justicia, que vemos como una patología nociva y un anacronismo perverso. La posibilidad de someter a la Judicatura y a la Fiscalía a un proceso electoral, con sus correspondientes precampañas, campañas, debates, mítines y demás parafernalia, no haremos más que sembrar el peor germen de la política en un ámbito (el Tercer Poder) que debería ser inmune a él.

Cualquier intento de que la política traspase las fronteras de los Parlamentos y de los Gobiernos ha de observarse con prudencia, cuando no con reticencia. A la vista están los resultados de colocar en los consejos de administración de las Cajas de Ahorros y de las Radiotelevisiones públicas a representantes de todo el espectro político. Los pretendidos beneficios de esas cuotas de participación de partidos, sindicatos y otras asociaciones en organizaciones carentes por naturaleza de esencia política, han terminado por degenerar en casos de corrupción por todos conocidos y en situaciones de caos absoluto. Extramuros de los órganos netamente políticos, el juego partidista es nocivo y, aunque yo sea un firme defensor de la democracia y de los valores que comporta, no puedo defender el traslado de sus reglas de juego al terreno de unos órganos técnicos y profesionales que se presuponen independientes.

La mejora de nuestro actual modelo democrático pasa por revisar el vigente sistema electoral, controlar con rigor a los cargos públicos, potenciar el nivel de transparencia de las instituciones, preservar el pluralismo y revertir la sensación de hastío generalizado hacia la clase política. En todos esos ámbitos se extiende un inmenso terreno por el que avanzar. Entonces, empleemos nuestras energías y centremos nuestros esfuerzos en perfeccionar la democracia que ya tenemos, en lugar de extender sus vicios y defectos por unos espacios que deben permanecer ajenos y a salvo de componendas partidistas e ideológicas.

* Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional