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El contagio

Aunque esta semana nos haya deparado un tiempo adorable, el personal ya empieza a presentar algunos síntomas de enfermedad o peor aún ya ha caído enfermo. ¡Qué poco nos han durado las reservas inmunológicas del verano¡ En menos de dos meses ya estamos para el arrastre, lo que demuestra que somos cada vez más frágiles y neuróticos. En la época de nuestros padres las reservas de salud veraniegas, con sus vitaminas solares, les alcanzaban hasta bien entrado el invierno. Ahora ya no. De pronto te enteras que uno ha caído, que a la otra le pica la garganta, un tercero no para de estornudar, el cuarto tiene tomados los bronquios?Y así hasta el infinito. ¿Qué diablos está pasando aquí? Muy simple. Además de ser débiles, somos unos insensatos que no paramos de contagiarnos los unos a los otros.

Me sorprende que el ministerio de Sanidad no haya tomado medidas de hierro para detener una plaga anual que nos cuesta muchos disgustos y millones de euros. Pero el problema comienza, me temo, en las farmacias, hospitales y centros de salud. A veces lo que cura mata. Lo he visto mil veces. Cuando un ciudadano enfermo entra en una farmacia, por ejemplo, la posibilidad de que salga más enfermo es nula. En cambio la posibilidad de que un ciudadano sano acuda allí a por unas tiritas y acabe en la UCI víctima de un virus pulmonar es mucho mayor. Pero no me extraña. Desde hace más de un mes la temperatura ambiente en las farmacias y hospitales del país son más propias de una sauna finlandesa. Se diría que las calefacciones ya funcionaban a todo trapo a finales del verano. Otro tanto sucede en los bancos, oficinas, bibliotecas, colegios, etc. En este óptimo caldo de cultivo amazónico, todos los bichejos invisibles se ponen las botas. Virus, gérmenes, bacterias... Y una vez dentro el contagiado deviene un contagioso que además suele ser un inconsciente.

Cada día me topo con una panda de irresponsables que aún no se han enterado de que deberían estar en casa guardando cama. La chica del super, el tipo de la charcutería, el policía local, el párroco, el dueño del bar... Para mi asombro todos están hechos un asco, en plena fase contagiosa y exudativa, riníticos totales, estornudando, sonándose los mocos, escupiendo a todas horas o prisioneros de una afonía inclemente. Y aun así continúan en su puesto, como centinelas de las Termópilas: dándote la mano si son amigos, el beso en la mejilla si son amigas, la absolución si acudes al confesionario, a quince centímetros de tu cara, o cortando las lonchas de tu queso manchego. Por supuesto nadie se lava las manos. La incultura sanitaria de los españoles es alucinante. Entretanto los señores de bata blanca intentan hacer frente, con ciencia y resignación, a ese cataclismo respiratorio generalizado. ¿Y qué hay de mí? Bueno, camaradas. Además de hipocondríaco, puedo ser tóxico, adictivo y hasta radioactivo. Pero contagioso nada. De hecho, no he influido nunca en nadie y este artículo tampoco va a servir para nada. ¡Salud!

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