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Antonio Papell

Reforma constitucional: el PSOE

El Partido Socialista presentó este miércoles su proyecto de reforma constitucional, aprobado por la Ejecutiva socialista, ratificado por el Consejo de Política Federal que preside Susana Díaz y basado en buena medida en la declaración de Granada, el ambiguo pacto territorial arrancado por Rubalcaba a sus barones en julio de 2013 para pacificar el partido en aquella peliaguda materia. Como es conocido, para redactar la reforma, en julio pasado se constituyó un 'comité de sabios' formado por catorce personas, constitucionalistas y juristas, entre los que se encontraban Diego López Garrido, Elisa Pérez Vera, Amparo Rubiales, Meritxell Batet, José Antonio Montilla, Mariano Bacigalupo, etc.

La propuesta, compendiada por ahora en un documento que no la explicita por completo, no se plantea como una respuesta al conflicto catalán ni se quiere considerar un proyecto cerrado ya que, como es natural, habrá de ser contrastada con otras sugerencias de los demás partidos al objeto de conseguir un amplio consenso. Los cinco objetivos declarados son éstos: incorporar a la Carta Magna mecanismos que garanticen el Estado de Bienestar; fortalecer y ampliar los derechos y libertades; mejorar la calidad democrática y las instituciones; formalizar un nuevo pacto territorial, y articular la vocación europea e iberoamericana de España.

De lo divulgado, se desprende que no se pretende desarticular la Constitución vigente sino reforzarla, con especial hincapié en el Título VIII. El nuevo pacto territorial consistiría por tanto en "reformar la estructura del Estado con los principios y técnicas del federalismo", un sistema "que defiende la unidad del Estado, respetando la diversidad, a partir de una distribución interna de poderes y responsabilidades que combina los intereses generales del Estado y, simultáneamente, las aspiraciones e intereses específicos, en nuestro caso, de las comunidades". Lógicamente, la propuesta da mucha importancia al reconocimiento de las singularidades de las distintas comunidades y regiones "y sus consecuencias concretas: lengua propia, cultura, foralidad, derechos históricos, insularidad, organización territorial o peculiaridades históricas de derecho civil". Y en un gesto a la vieja reclamación catalana de ordinalidad -que una región donante no pierda posiciones con respecto a las que se benefician de ella-, la propuesta invoca la debida "atención a la precisión del TC de que la contribución interterritorial no coloque en peor posición relativa a quien contribuye respecto de quien se beneficia".

La oportunidad de la reforma constitucional es difícilmente cuestionable. Aunque existe seguramente un consenso muy amplio sobre las virtudes de la Constitución de 1978, que debe ser preservada en sus líneas maestras, es inocultable que el régimen se ha desgastado -la corrupción ha sido el ácido que ha causado mayor corrosión-, por lo que parece necesario infundirle nueva vitalidad. Además, el modelo de organización territorial surgido en el 78 ha estallado por los aires en Cataluña, y ello obliga a revisar el actual statu quo para buscar una nueva convergencia que pueda proyectarse en el futuro.

Sobre este último asunto, sería ingenuo pretender que los independentistas abdicaran de sus convicciones y se adhirieran a una reforma constitucional que, como es natural, mantiene la tesis de que "el Estado está fundado ineludiblemente en la unidad del sujeto constituyente, el pueblo español en el que reside la soberanía". Sin embargo, es claro que el grueso de la sociedad catalana, parte de la cual está irritada con los últimos avatares del sistema territorial y del de financiación, apreciaría en lo que vale el gesto de ofrecer nuevos cauces de entendimiento, contando como es lógico con el conjunto de las comunidades autónomas. En este sentido, la reforma es una buena idea, que para materializarse requiere, sin duda, la complicidad activa del PP y de la mayoría de las demás organizaciones.

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