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Antonio Papell

La ruptura catalana

El grito "Viva la república catalana" que pronunció este lunes Carme Forcadell -expresidenta de la reaccionaria Asamblea Nacional de Cataluña-, tras ser elegida presidenta del parlamento autonómico catalán, fue el presagio de la declaración de insumisión que, en forma de propuesta de resolución parlamentaria, ya habían pactado todos los soberanistas para dar comienzo al proceso de "desconexión" de Cataluña con el Estado. Forcadell aprovechó la ocasión para declarar el cierre de la "etapa autonómica" y proclamar el inicio de un "proceso constituyente". Tal verbalización no tuvo valor institucional alguno pero sí un indudable calado político, por lo que dividió a la cámara e irritó a los parlamentarios no soberanistas y, en general, al sector de ciudadanía de este país que piensa que las leyes han de cumplirse y que el escenario institucional no puede cambiarse si no es mediante la aplicación de la legislación vigente. Las reformas han de ir "de la ley a ley", como bien sabían los artífices de la Transición, Rey incluido.

En coherencia con la soflama fundacional, y a pesar de que la lista unitaria (Junts pel si) y la CUP no han llegado a acuerdo de investidura alguno, la resolución que inaugura el proceso de independencia hubiera sido aprobada ayer de no haber habido problemas procesales. En ella se señala que el "proceso desconexión democrática no se supeditará" al Estado español y se insta al futuro Govern a "cumplir exclusivamente aquellas normas o mandatos emanados" del Parlament. Se trata, en suma, de "declarar solemnemente el inicio del proceso de creación del Estado catalán independiente en forma de república".

La resolución es, en el fondo, una llamada a la desobediencia civil, que aunque no tiene efecto normativo alguno, ha puesto lógicamente en guardia a los vigilantes institucionales de la legalidad. Rajoy tardó apenas tres horas en comparecer públicamente, apoyado por el PSOE y por otras fuerzas constitucionalistas, para advertir de que la resolución no surtiría efecto. No sería bueno que pensasen los promotores del desmán que un estado de derecho consentirá sin inmutarse la violación flagrante de sus reglas de convivencia.

En esta cuestión, la reclamación independentista empieza a ser secundaria. En parte, porque ninguna tentativa en este sentido puede ser siquiera digna de consideración cuando tan solo obtiene el respaldo del 48% de los electores. Pero sobre todo porque en ningún país democrático de nuestro ámbito occidental es concebible que una reclamación política pueda prosperar por el camino de unos hechos consumados ilegales. De momento, frente a la desobediencia civil, habrá que oponer la letra de la ley, pero en última instancia, la respuesta a la provocación tendrá que guardar proporción con ésta, por lo que deberán medir cuidadosamente los abanderados de la secesión el alcance de sus acciones para evitar que su inmoderada procacidad acabe provocando fracturas sociales y políticas irreparables.

Lo inquietante es que, sabiendo como saben los independentistas que no tienen razones suficientes (ni jurídicas ni numéricas), y teniendo claro que el Estado no consentirá que se traspasen determinadas líneas de frontera, persisten en su afán de tensar la cuerda hasta límites peligrosos porque las tensiones enfrentadas pueden dejar de ser en algún momento controlables.

El soberanismo, hoy envuelto en un magma de corrupción que explica muchas cosas, debe saber que no proclamará la república catalana a las bravas. En este empeño inútil, no encontrará ni la aquiescencia de del estado, ni el apoyo de la comunidad internacional, que sabe perfectamente lo que está pasando y gracias a las elecciones plebiscitarias ya conoce que la reclamación no es mayoritaria. Por ello, el hecho de seguir avanzando hacia el precipicio es una locura de la que deberán responsabilizarse quienes tiran del carro hacia el abismo.

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