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Antonio Papell

Una campaña para el debate y el pacto

Las elecciones del próximo 20 de diciembre, las duodécimas de la etapa democrática, podrían ser las primeras que engendren un gobierno de coalición, fórmula muy frecuente en los regímenes parlamentarios con un sistema de representación proporcional pero que aquí habíamos conseguido obviar gracias a los efectos de la ley de d'Hondt, que ha impulsado hasta ahora un modelo de bipartidismo imperfecto capaz de promover gobiernos de un solo partido, apoyados mediante acuerdos esporádicos o de legislatura cuando la formación mayoritaria no lograba mayoría absoluta. Esta vez, si se cumplen las previsiones que reflejan las encuestas sobre las preferencias ciudadanas, ningún partido obtendrá la mitad de los escaños, ni siquiera una mayoría relativa suficiente que le permita gobernar razonablemente en minoría. Los sondeos detectan un relativo empate técnico entre PP, PSOE y Ciudadanos, en torno al 25% cada uno, con Podemos en cuarto lugar y tendencia a la baja, y con Izquierda Unida algo mermada por la irrupción de la formación de Pablo Iglesias en el ranking de las formaciones de ámbito estatal. Lo que, descartada la 'gran coalición' PP-PSOE, sugiere un pacto entre una de las formaciones clásicas del viejo bipartidismo y Ciudadanos, que desempeñaría el papel de partido bisagra. Un rol que ya intentó desarrollar el CDS de Adolfo Suárez, aunque aquel pequeño partido no consiguió entonces abrir brecha en el bipartidismo, que mantuvo toda su pujanza.

Estas expectativas novedosas confieren a la consulta del 20D un carácter especial. La competición ya no es entre dos actores que pugnan entre sí a cara de perro y que seguirán disputando a lo largo de toda la legislatura, uno en el poder y el otro en la oposición, sino entre fuerzas políticas que deberán pactar entre sí, no de forma predeterminada la mayoría de las veces sino después de sopesar todas las opciones posibles.

Esta evidencia condiciona, o debería condicionar, el debate preelectoral porque de él no solo debe desprenderse la posición de cada partido en relación a los demás, sino también el conjunto de afinidades e incompatibilidades que haya entre ellos, susceptibles de auspiciar o no una alianza. Esta nueva circunstancia debería racionalizar los programas, modular los mensajes, hacer aflorar las complicidades, dejar intencionadamente puertas abiertas, etc.

Hasta el momento, el único interés de los partidos que comienzan a escenificar la recta final hacia el 20D es el de preservar en lo posible su espacio político, tratando de ampliarlo en todas las direcciones posibles. PP y PSOE luchan, como es comprensible, entre ellos mismos pero sobre todo contra Ciudadanos, cuya emergencia les provoca daños objetivos a ambos por el centro. El PSOE ha de extender además a Podemos su lucha histórica contra IU para tratar de abarcar todo lo posible por babor. Pero estas estrategias deberían ser compatibles con ofertas explícitas de acuerdo, que darían pie a posteriori a las operaciones de calado que necesita este país.

Dos son los asuntos en que las formaciones políticas deberían avanzar en conjunto: el sistema educativo y la reforma constitucional. Si se anuncia antes del 20D una clara predisposición común a promover una ley general de educación consensuada por todos, se habría dado un paso de gigante en la materialización de este designio, imposible de alcanzar hasta ahora. Y si se extiende la idea de que todos los partidos están dispuestos a promover una reforma inclusiva de aquellos aspectos de la Carta Magna que han quedado obsoletos y a introducir en ella un nuevo modelo de organización territorial paccionado y asumido por las 17 comunidades autónomas, se habría avanzado mucho en la desactivación del problema catalán.

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