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Antonio Tarabini

Cincuenta y cinco días

Cincuenta y cinco son los días que faltan para las elecciones generales. Con toda probabilidad, del próximo 20-D surgirán un Congreso y un Senado más plurales que los actuales y posteriormente se formará un nuevo gobierno que requerirá seguramente pactos y acuerdos entre diversas fuerzas políticas. Y ya estamos instalados en plena precampaña.

Los partidos están inmersos en la elección de sus candidatos, así como en la redacción de su programa electoral. Ya están activos los jefes de campaña, normalmente estrategas del marketing, diseñando packs apetitosos, brillantes, juveniles, concretados en videos y otros soportes multimedia. Sus líderes y lideresas, sus candidatos/as, son entrenados para convencernos de que su programa electoral es el único que garantiza estabilidad y bienestar, se cumpla después o no (el gobierno de Rajoy es el paradigma de incumplimiento de sus promesas electorales). Además, también son entrenados para descalificar al adversario, presentándolo como el autor necesario de las siete plagas del Apocalipsis. Tales técnicas son utilizadas, con mayor o menor intensidad, por todas las fuerzas políticas incluidas las emergentes.

No voy a hacer el juego a aquellos que descalifican de raíz el proceso electoral y que consideran "casta" a todos y cada uno de los candidatos y políticos/as y, a posteriori, a todos los elegidos sean alcaldes de una pedanía o de una gran ciudad, presidentes de autonomías, diputados nacionales o autonómicos, Consellers o Ministros... Dicho lo cual, no cabe duda de que coexiste un déficit democrático en el mismo proceso electoral. El votante no elige directamente a tal o cual candidato para tal o cual responsabilidad. La práctica habitual es que la elección de los candidatos corresponde a los órganos internos, que tienden a elegir personas fieles y domesticables. Ahora comienza a regir una nueva práctica, aunque con limitaciones, la elección de los/las candidatos/as mediante primarias entre militantes y en algunas organizaciones también abiertas a simpatizantes. Las primarias mejoran el sistema, pero dejan otros problemas sin solucionar. Las listas abiertas, sin negarles ciertas virtualidades, tampoco son la madre del cordero. Hay que revisar a fondo todas y cada una de las leyes y normas que rigen el proceso electoral.

Los candidatos que resulten elegidos el 20-D ocuparan sus escaños en el Congreso y el Senado, formando parte de la mayoría que apoyará al próximo gobierno o se encuadrarán en la oposición. Voy a definir el estatus de tales políticos, que se deduce de las normativas y las prácticas que rigen su quehacer en su vida pública. Se supone que serán leales (lo cual a veces es mucho suponer) al programa electoral, pero siempre existe una cierta discrecionalidad en determinados campos de actuación y decisión. En estos casos, no tan extraños, ¿cuál es su nivel de autonomía? Cuando se afirma, y con razón, que debe imperar el programa electoral del partido por el que se presentó tal o cual político ¿quién controla tal cumplimiento? ¿Los poderes democráticos internos o sus poderes fácticos internos (léase los aparatos) con relativa frecuencia ligados a intereses no siempre sacrosantos?

Y un nuevo interrogante, ¿debe convertirse la actividad política en una profesión? La respuesta no es fácil. No voy a hacer de esto objeto de debate, aunque no son pocos los que se escandalizan de que los cargos públicos perciban un salario proporcional a su responsabilidad y dedicación, cosa que no siempre ocurre. Determinadas áreas de la administración pública obligan a una dedicación intensiva y extensiva (léase dedicación exclusiva). Tales situaciones complejas están obligando a determinar regímenes claros de incompatibilidades entre el quehacer público y determinadas tareas privadas que pueden afectar al campo profesional, patrimonial o empresarial. Si tal o cual político abandona, supongamos que durante dos legislaturas, su profesión o su actividad empresarial, su regreso posterior a esta actividad privada puede resultar muy dificultosa por razones obvias. ¿Cómo hacemos frente a tales realidades? ¿Podrán dedicarse sólo a la gestión pública, a la política, los funcionarios, las personas con patrimonio propio o familiar, o los oportunistas que han nacido y medrado en las organizaciones juveniles de tal o cual partido hasta llegar a ser un político fiel y seguro a los intereses de unos u otros? El tema sigue abierto. Y tiene que ver con las actuales leyes que rigen a los partidos políticos y a su financiación, con la posible limitación de mandatos, con los regímenes de incompatibilidades, etcétera.

Los viejos y nuevos partidos, ¿van a mojarse en sus programas electorales en medidas concretas que dignifiquen el estatus y el quehacer de los políticos? Está en juego, en definitiva, la calidad democrática de nuestras instituciones.

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