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José Carlos Llop

La memoria deteriorada

El alzhéimer es una metáfora natural de este período entre dos siglos. Vivimos demasiado y nuestro sistema nervioso envejece demasiado deprisa. Nuestra relación con el tiempo -desde su celeridad a la voluntad de permanecer siempre jóvenes- es enfermiza. Nuestra relación con la memoria, también: la única memoria es Google y está plagada de errores. El olvido se ha instalado entre nosotros como una vanguardia perversa de algo que nos espera a la vuelta de la esquina. No sabemos qué es ese algo; sólo sabemos que cuando lleguemos a él ya no sabremos quiénes somos, o qué nos estructura, o qué defendemos, si es que defendemos alguna cosa. Repito: el síndrome entre ambos siglos. Mientras tanto, que siga el baile.

Hablemos, pues, de memoria urbana. O de lo que Vázquez Montalbán llamó crónica sentimental de España. Durante la niñez nos avisaban de que Sa Feixina era zona peligrosa. Podía lloverte una pedrada, hija de los enfrentamientos entre cataliners y putxers, o ya en el crepúsculo podías ser objeto de pretensión heterodoxa. Hablo de la carne. Un amigo homosexual me contó años atrás alguna cacería feliz de la que fue objeto y sujeto a la sombra del monolito de Sa Feixina, ese gran falo que parece un faro. Quiero decir que en la cultura criptogay del franquismo -la que el franquismo obligaba a ser clandestina y afeitaba una ceja al que pillaba- Sa Feixina, sus marineros y la forma del faro iluminado en su vértice, ocupan un lugar similar al que ocupaba la muralla de Palma -lo que queda de ella- al caer la noche y sucederle la madrugada. Parece que ahora ese cenotafio que fue, además, vigilante y tótem de placeres prohibidos, va a ser demolido. Otra victoria de la desmemoria. Como el desaparecido monumento a Isabel II -también amante ajetreada y disoluta-, que era estupendo y grávido como ella, y fue derribado y troceado su mármol (se cuenta que su cabeza le sirvió a un farmacéutico de mortero o almirez en su botica) durante la I República. Sic transit gloria mundi.

Pero hay más: cosas, por ejemplo, que no son -o no deberían ser- de este mundo. De los amores secretos y el deseo reprimido y perseguido durante el franquismo, a la religión oficial del franquismo. En ese monolito-faro hay una cruz y una cruz es siempre una cruz. Interpelado nuestro obispo por esa cruz -supongo que para tenderle la trampa saducea de si el símbolo sería pretexto para proteger al aspirante a derribo-, el obispo se lavó las manos diciendo que nada tenía que ver con la iglesia esa cruz concreta. Algo así dijo. Hombre, yo no creo que el monolito haya de salvarse o no por una cruz -el debate político, donde no quiero ni entrar, es otro-, pero negar cualquier cruz no parece un gesto de pastor episcopal. Y menos aún escurrir el bulto, cuando la jerarquía eclesiástica española instauró que Franco entrara bajo palio en suelo sagrado y nombró Cruzada -así con mayúscula- a la Guerra Civil y su campeón o su gladiador o su caballero andante o lo que fuere a Francisco Franco Bahamonde. En cuyas monedas, por cierto, se imprimía Caudillo de España Por La Gracia de Dios y los obispos bien calladitos. Quizá el alzhéimer sea también una forma de supervivencia que atraviesa el tiempo. Algo sobre lo que el clero es un grandísimo maestro.

Hace poco más de un siglo se derribaron las murallas de Palma. Hoy pagarían porque esas murallas existieran desde los hoteleros a los turistas, de los arqueólogos a los historiadores, de los ciudadanos a los que no lo son. Palma sería una ciudad aún más hermosa con ellas en pie. Pero la higiene y no sé qué otras mandangas epigonales fueron el contundente argumento -falso o equivocado, tanto da- que las derribó, eso sí, con gran satisfacción popular. El fetichismo del progreso. Hoy, repito, las añoramos. No ocurrirá lo mismo con el monolito. No se le añorará de entrada -sólo de entrada- y quizá se celebre su derribo, pero éste será otra merma en la memoria de la ciudad, ya muy deteriorada. Ocurrió con otros edificios racionalistas -pobres artísticamente, también- que cayeron bajo la piqueta de los constructores y nadie defendió. Era racionalismo modesto, pero era el que se había construido en la Mallorca de entonces y del que apenas queda rastro. Frutos de una época -también epigonal, pero fue la que tuvimos- que, prácticamente, ha desaparecido. Y ahora, el origen del monumento de Sa Feixina se ignora o confunde o tergiversa incluso.

El monolito que protegieron Aina Calvo y Nanda Ramón de la destrucción -modificando el conjunto escultórico-, está sentenciado por el nuevo consistorio y no se vislumbra indulto. Se ve que las esculturas y los monumentos no prescriben -para eso están- aunque se los maquille. La memoria, sí. Y cuando prescribe la memoria, prescribimos también nosotros, los hombres. Y dejamos de serlo para convertirnos en una cosa reescrita e inventada y falsificada. Quizá más satisfecha, no sé, pero muy rara. El alzhéimer, quiero creer, que nos ataca por todos los flancos. Mientras, la memoria de la ciudad pierde y pierde y pierde. Está acostumbrada. A perder, en la vida, nos acostumbramos pronto.

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