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Intelectuales: ¿quiénes y para qué? (II)

Decía ayer (por el domingo pasado) que, de esos que hemos dado en llamar "intelectuales" y como parte de su proyección pública, muchos esperamos que sean vigías de nuestro tiempo y razonen -algo que a ciertos políticos les cuesta lo indecible- sobre la justeza y oportunidad de alternativas, aunque no existan garantías sobre su acierto. O participen del "Pensamiento único" como cualquier hijo de vecino.

Por ponerlos en solfa desde otras perspectivas, su independencia implica riesgos que no todos estarán dispuestos a asumir y, si no fuera el caso, ¿cómo divulgar sus planteamientos con objeto de lograr una masa crítica que pueda hacerlos operativos? Porque las servidumbres de muchos medios de difusión es conocida y, en cuanto a emplear su obra (novela, ensayo) como herramienta -escribir lo que no puede decirse, sugería la filósofa Zambrano en su día-, me apunto más bien a quienes sostienen que si la literatura pudiese cambiar el mundo ya lo habría hecho, aunque tal escepticismo fue la causa de que, hace unos años y en el ardor del debate, derramase una copa sobre la esposa de mi interlocutor, el fallecido escritor y entrañable amigo Avelino Hernández.

Hoy, tal vez como nunca antes, es de rabiosa actualidad aquel emplazamiento de Rimbaud: "Il faut changer la vie". Siquiera para tantas víctimas del despropósito. Pero más allá de la abstracción y descontando a esos opinantes sobre lo divino y lo humano entre los que me cuento, se me ocurre establecer dos categorías para los intelectuales de la posmodernidad, aunque alejados de las que sugería Günter Grass, a saber: los palomos amaestrados (al servicio del poder) o aquellos que ensucian el propio nido y se arriesgan a la marginación. Me refiero a un "intelectual de amanecida", fervoroso e inasequible al desaliento, en contraposición al "crepuscular". Al primero, el precursor del alba (el intelectual "Eos", por recurrir a la mitología), puedo imaginarlo como la diosa de dedos rosados y transitando unos cielos en los que pocos creen a estas alturas: un vocero algo pasado de rosca y que hunde sus raíces, los rosados dedos, en el Mayo francés; entusiasta, comprometido y un pelín (como diría Rafa Nadal) dogmático. Pero Eos tuvo un amante que resultó impotente, y es lo que podría ocurrir aquí con sus eventuales seguidores, en pos de un compromiso ético que suele desfallecer frente al pragmatismo que nos asola para beneficio de los poderosos.

En lo que respecta al segundo y a diferencia del adscrito a la aurora, el "crepuscular" es quien más se hace oír en nuestro siglo. Un pensador, en el mejor de los casos -disco rayado en el peor-, nihilista, cataclísmico y capaz en su reiteración de tenernos con el alma en vilo antes de dejarnos exhaustos. Por lo demás, y con una ética menos perfilada que el anterior, Eos, sus ocasos acogen expectativas varias y a cual más sombría: la brújula se ha desnortado y eso no hay quien lo remedie, mediocridades e inepcias se han mundializado, el éxito económico representa hoy un valor ético-estético y cualquier expresión alternativa, incluso el arte, está agotada. El caso es que los crepusculares no andan, en mi humilde opinión, totalmente desencaminados, aunque no puedan presentarse, al igual que los Eos, como novedosos. Porque si los que dicen traernos la aurora beben de verdades con sólo una respuesta que a veces se antoja imposible, los otros parecen un remedo de la Generación del 98, aunque con un siglo y pico más a cuestas. ¿Hay alguien más? Y es que si la credibilidad del llamado intelectual, uno u otro, ha de sustentarse en alguna de las premisas citadas: objetividad fundada en el conocimiento, rigor e independencia, estoy por concluir que mucho de lo que oímos y leemos, incluidas estas líneas, debieran tomarse a título de pasatiempo. Aun concediendo la mejor intención a opinantes y tertulianos.

Precisamos de quienes demuestren acreditación para abrirnos la puerta a una nueva mirada, lo cual, más que función de ese intelectual genérico, podría serlo de especialistas. Con habilidad divulgadora si quieren, lo que no suele caracterizar a muchos filósofos. Ni a muchos científicos. En esa tesitura, quizá no fuera descabellado deducir que, seguramente, de lo que estamos necesitados en estas nuestras vigilias de sinsabores, es de información veraz. También de análisis expertos sobre la misma, claro está, pero por parte de equipos interdisciplinares que suplan mutuamente sus carencias y sesgos para ofrecernos una visión autorizada y sin autorías que apuntalen sus egos. Y ajena a elitismos, aunque ello contradiga a Ortega y su prevención frente a la democratización intelectual. Algo así como ONGs para la comprensión ciudadana, pero sin subvenciones públicas que las maniaten. No parece empresa fácil y, mientras se encarnan, seguiremos oyendo que la austeridad a ultranza es la única salida, aunque de suprimirse los dineros negros, contaríamos con dos. Lo que falta precisar es hacia dónde las salidas, así que una tercera vía, ¡pero ya! Con pies y cabeza. O cabezas, mejor: otras que las que hemos padecido hasta aquí. Y amuebladas; no de voluntarioso aprendiz.

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