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Antonio Papell

Balance de legislatura

La legislatura que concluye ha estado cargada de contradicciones y arroja un final inquietante: iniciada a finales de 2011, cuando la crisis económica estaba en pleno fragor, su desarrollo ha incluido tres grandes elementos: el proceso de salida de la recesión y de recuperación del crecimiento; el empeoramiento catastrófico del conflicto catalán que hoy se encuentra en un oscuro callejón sin salida, y el deterioro del sistema representativo de partidos, que ha perdido gran parte de su crédito a causa de los extraordinarios episodios de corrupción y que se ha fragmentado por el surgimiento de dos partidos emergentes, que han aprovechado la oportunidad.

La ejecutoria del gobierno presidido por Rajoy, que no se ha renovado en cuatro años salvo para cubrir vacantes, se ha caracterizado por una servicial disposición a aplicar las recetas ortodoxas de consolidación fiscal recomendadas por Bruselas, incluido el rescate financiero, apremiado por la crisis de deuda, que a punto estuvo de obligar al rescate integral, como habían ya tenido que hacer Grecia, Irlanda y Portugal. Las reformas del sistema financiero, fiscal, del sector público, del sistema de relaciones laborales, etc. han acompañado una gran devaluación interna que, combinada con una reducción drástica de la población trabajadora -ha llegado a haber seis millones de parados-, ha producido un notable incremento de productividad que ha tirado hacia arriba de la economía? con un coste social tremendo, que todavía no se ha mitigado. Infortunadamente, no se han dado sin embargo pasos en la dirección de mejorar el empleo que se crea -que es semejante al que provocó la burbuja- ni en la de reformar el modelo productivo en pos de actividades de mayor valor añadido: las inversiones en I+D han caído -no se ha seguido el ejemplo de Alemania y otros países europeos que han recortado en casi todo menos en esto- y la reforma educativa de Wert, falta de consenso, ha sido un fiasco efímero.

En el ámbito político, en el que el gran asunto es Cataluña, la legislatura ha sido el escenario de un gran fracaso, caracterizado por la inacción del gobierno frente a una delirante espantada del nacionalismo catalán, impulsada por la propia Generalitat. La iniciativa ha estado permanentemente en manos de los rupturistas, y el conflicto, mitigado tan solo por la insuficiencia de masa crítica a la luz de las cifras que han permitido ponderar el independentismo, llega en carnazón a la próxima legislatura. Una legislatura que se prevé confusa precisamente a causa del tercer elemento a que se hacía mención más arriba.

Ese tercer elemento es el deterioro del sistema de partidos, que de entrada parece haber minado irrevocablemente el bipartidismo -es de prever que en la próxima legislatura se reforme el sistema electoral para clausurarlo definitivamente- que a duras penas llegará en el mejor de los casos a ocupar el 50% del espacio político y que nos aboca a un periodo de gobiernos de coalición, de los que no hay experiencia y que requerirán un periodo de aclimatación que seguramente se caracterizará por cierta inestabilidad.

Esta fase de inestabilidad coincidirá sin embargo con la eclosión del conflicto catalán, ya que previsiblemente los separatistas aprovecharán el nuevo clima político español -el final de las mayorías absolutas- para forzar con irresponsable audacia la máquina de la ruptura. La respuesta debe consistir en una oferta reformista, que incluya el 'salto federal' y que pase por cambios constitucionales de calado, que requerirán el mayor consenso posible. No va a ser fácil llevar a buen puerto estos designios, aunque más complejo parecía conseguir el consenso constituyente de 1978 y se logró gracias al sentido de responsabilidad de todos los actores. Ojalá también esta vez la clase política, reclamada por una ciudadanía expectante, dé la talla que se espera de ella.

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