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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

A vueltas con el monumento

Los responsables del ayuntamiento de Palma, especialmente el teniente de alcalde Antonio Noguera, de Més, se han reafirmado la última semana en el acuerdo de gobierno tomado, al parecer, después de las elecciones, por las tres fuerzas políticas que lo forman, PSOE, Podemos y Més, de derribar el monumento a las víctimas del crucero Baleares inserto de forma protagonista en el recinto público de Sa Feixina. Esta reafirmación se produce después de que, desde diversas plataformas ciudadanas, especialmente ARCA, y de algunos profesionales de la arquitectura, se solicitara una paralización de dicha iniciativa o, en su caso, dado que tal propósito no figuraba en el programa electoral de ninguno de los partidos, que se procediera a una consulta entre los ciudadanos. Noguera se ha negado en redondo a tal posibilidad, y ha afirmado de forma concluyente, para intentar acabar de forma drástica con la menor posibilidad que se siguiera discutiendo sobre el asunto, que el acuerdo ya había sido tomado, y que para el ayuntamiento sólo importaba ya su ejecución inmediata.

Sorprende la rapidez con la que se quiere enterrar el asunto y acabar con el debate sobre la existencia del monumento por parte de quienes se presentaron a las elecciones con el eslogan de la vuelta de la capacidad del diálogo a las instituciones después del ordeno y mando de la época de Bauzá. No voy a insistir en demasía sobre los argumentos vertidos de una y otra parte del abanico ideológico, que supongo perfectamente conocidos por parte de los lectores. Me interesa recalcar que a instituciones como ARCA no se las puede adscribir a un determinado planteamiento ideológico. Su labor de muchos años a favor del cuidado de la ciudad y su patrimonio histórico la avalan para que sus posicionamientos, se compartan o no, no tienen que ver con el partidismo ni con el sectarismo.

Como se podía haber previsto, el debate en las redes sociales, se ha reducido a la descalificación mutua de los oponentes. Nadie puede discutir a quienes quieren que se destruya el monumento su inicial contenido simbólico por las imágenes y las inscripciones que le conferían el carácter de estampillado de los vencedores sobre el espacio urbano. Que se vería resaltado por su inauguración por parte del dictador. Pero tampoco nadie puede discutir a muchos partidarios de su conservación que fuera costeado por los ciudadanos en memoria de muchos jóvenes mallorquines alistados forzosos en el ejército golpista por el simple hecho de vivir en una zona donde el golpe de Estado del 18 de julio triunfó. De la misma manera que fueron encuadrados forzosamente muchos españoles que residían en zona leal al gobierno de la república en esta misma fecha. Ambas posiciones están predeterminadas en mucha medida por las emociones con las que se sigue enjuiciando la guerra civil y la asesina represión de los vencedores. Las víctimas de uno y otro bando siguen vivas en las emociones de sus herederos biológicos e ideológicos. Pero es verdad que mientras los unos han sido históricamente honrados, muchos de los otros aún figuran desaparecidos en fosas anónimas y siguen demandando justicia desde la ausencia y el olvido de una sociedad que quiere pasar página y no puede porque los lamentos que se oyen en las conciencias lo impiden.

Todo esto es verdad. Lo que no se acaba de entender es que para hacer justicia a los que con razón la reclaman, deba pasarse por encima de la emoción de los que recuerdan a sus muertos homenajeados en el monumento, una vez que al susodicho se le sustrajeron las imágenes y las inscripciones que lo identificaban sin ningún género de dudas como un monumento de carácter fascista. Uno de los méritos no caducados de la Transición fue el de la generosidad hacia los del otro bando por parte de sus protagonistas. Fue la capacidad de generar empatía (ponerse en el lugar del otro) para construir una nueva etapa de nuestro país que fuera ya, de una vez, un país de todos. Queda aún una tarea de dar satisfacción a unas emociones insatisfechas que algunos ayuntamientos en Mallorca ya han iniciado. Debe completarse con la implicación de los gobiernos autonómicos y el del Estado. Pero no son un buen síntoma las descalificaciones que se cruzan en las redes sociales entre personas que se reclaman de uno y otro bando. Al exhorto de un conocido nacionalista responde un conocido columnista de prensa: "¡Bien, éste es de los míos!". O tildar de fascista a quien defiende la conservación del monumento. Otra vez las banderías y las exclusiones que con su agresividad y matonismo pretenden tener atemorizada a una parte (creo que mayoritaria) de la sociedad que no acepta los grilletes del sectarismo para que no tenga el coraje moral de expresarse con libertad. Así no vamos a ninguna parte.

Pero quienes no pueden excusarse de dar explicaciones sobre su comportamiento son los miembros del PSOE y de Més en el ayuntamiento, especialmente Antonio Noguera y José Hila. Ambos partidos estaban coaligados durante el mandato de Aina Calvo; y José Hila era la mano derecha de una alcaldesa que sustrayendo imágenes e inscripciones del antiguo régimen dijo que el monumento cumplía con la ley de memoria histórica y que por tanto debía mantenerse. ¿Cómo es posible que la Asociación de la memoria histórica de Mallorca diga ahora que no cumple el dichoso monumento con la ley?¿Cómo es posible que asuma esta argumentación el ayuntamiento? ¿Es que mintió en 2010 Aina Calvo? Si no es así y el alcalde Hila y Més participaron con su voto en aquella decisión, ¿qué grave y novedoso argumento hace que los mismos protagonistas de hace cinco años se desdigan de sus acuerdos previos y adopten, sin explicación alguna a los ciudadanos, medidas totalmente contrarias? Ya hemos oído a Noguera decir que no hay nada que discutir. Este talante autoritario no sorprende en alguien que ya ha dado algunas pruebas de cerrazón y no es (todavía) el alcalde y no estaba entonces allí. Pero José Hila sí estaba allí y en estos momentos representa a todos los ciudadanos y no a ningún bando concreto. Un cambio tan radical y la negativa a dejar el asunto no comprometido en programa alguno en manos de los ciudadanos, sin una explicación que lo justifique, son una anomalía democrática. El alcalde no puede hurtar a la opinión pública la motivación de su conducta en una cuestión que divide a la ciudad. Si lo hace, se pensará que su motivación es inconfesable. Dará pié a la sospecha de que está en manos del odio y del revanchismo sectario.

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