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Antonio Papell

El primer debate

El debate del domingo entre los candidatos de Ciudadanos, Albert Rivera, y de Podemos, Pablo Iglesias, moderado por Jordi Évole en un bar de Nou Barris en Barcelona ha sido el primer debate televisado de esta larga precampaña electoral ya comenzada que culminará en la consulta del 20 de diciembre. Y lo más relevante del cara a cara ha sido el positivo efecto de la espontaneidad, lograda por el procedimiento de prescindir de condiciones y reglas. Las normas tasadas y negociadas que rigen siempre en los debates oficiales no hacen más que enmascarar la realidad, dificultar la comprensión y entorpecer el objetivo que se busca, que es acercar los candidatos a la ciudadanía.

Al margen de lo formal, que no es irrelevante, el debate ha permitido a la audiencia calibrar la verdadera envergadura de las dos opciones emergentes que, según todas las encuestas, lograrán un respaldo significativo el 20D y modificarán el bipartidismo imperfecto que rige en este país desde principios de los ochenta. Rivera e Iglesias son personajes muy distintos en preparación, tono y sentido político, pero son sobre todo sus proyectos respectivos los que divergen absolutamente.

Rivera encabeza un proyecto centrista claramente liberal en lo económico y progresista en lo social, semejante al de los clásicos partidos liberales europeos (el FPD alemán). Partiendo de la Constitución en vigor, se considera heredero del espíritu reformista y renovador de la Transición y postula un modelo posible, pragmático, encaminado a reducir las desigualdades y a perfeccionar los servicios públicos, controlados por un regulador eficiente, emanado de un Estado suficiente. Jacobino en sus planteamientos, propone una especie de federalismo simétrico sin excepciones (es decir, sin el concierto vasco ni el convenio navarro).

Pablo Iglesias, por su parte, no renuncia a la utopía ni a resultar por tanto excesivo en sus propuestas, aun a sabiendas de que son inviables, ya que él piensa que sólo así, apuntando alto, se conseguirán metas suficientes. Débil en sus concreciones, no renuncia ni a las nacionalizaciones, ni al imposible salario social universal a todos los ciudadanos, ni a rebajar la edad de jubilación y reducir la jornada laboral mientras se suben las pensiones.

En resumidas cuentas, en tanto Ciudadanos aparece como una opción sólida de gobierno, partenaire fiable de cualquiera de los dos grandes partidos, Podemos sigue pareciendo una vaporosa entelequia, sin duda preocupada por los problemas reales de este país -la desigualdad en primer lugar- pero fuera de los circuitos posibilistas en que se conciben las soluciones. De hecho, muchas de las objeciones que se le pueden plantear a determinadas propuestas de Iglesias no se deben a las medidas en sí -el caso de las nacionalizaciones, que podrían entenderse en determinados supuestos- sino a que no son posibles en el marco incuestionable de la Unión Europea. En el plano escenográfico y gestual, también ha habido sensibles diferencias: en tanto Rivera muestra una solidez convincente, el líder de Podemos aparece ambiguo y más pendiente de la retórica que del fondo de la política, que al cabo, en vísperas electorales, debe concretarse y solidificarse a los ojos del elector.

De cualquier manera, este debate celebrado en una cadena privada pone de manifiesto que no tendría sentido limitar los debates institucionales a los cara a cara que se han celebrado en otras ocasiones -ha habido cinco debates televisados PP-PSOE en la historia democrática de este país- entre los líderes del PP y el PSOE. Hoy, la disputa es entre los dos grandes partidos históricos, los dos emergentes e Izquierda Unida -que renace impulsada por nuevas generaciones de políticos- y no sería de recibo frustrar esta evidencia.

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