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Intelectuales: ¿Quienes y para qué? (I)

Está visto que, con estos mimbres, la depresión y no sólo económica va para largo. Más que diagnóstico inteligible, se nos expone una constelación de síntomas; en consecuencia, el tratamiento orilla las causas, por lo que no es presumible la curación definitiva sino, en el mejor de los casos, un alivio a medio plazo y la cronificación del proceso. Ahora se pronostica que para 2016 cederá la fiebre, aunque podamos seguir encamados y con achaques varios durante un lustro. Tirando por lo bajo.

Exigir mejor ojo clínico a un Gobierno central que se desdice o titubea en cuanto vuelven los escalofríos, o a los autonómicos, en busca de soluciones mientras se limitan a repetir que los anteriores erraron con la pastilla, no parece buen camino para que dejemos el hospital y podamos convalecer en casa. En cuanto al resto de grupos y con elecciones próximas, todo por demostrar y algunos aún sin terminar su formación de residentes. Pero el tiempo apremia. En otras épocas se confiaba en los "intelectuales" para que señalaran con precisión llaga y remedio: gentes lúcidas e independientes que ejerciesen de galenos eminentes y a un tiempo voces de la conciencia colectiva en su concepción más sesentayochista. Sin embargo, con el advenimiento de la posmodernidad, las dudas se han cernido también sobre ellos y su papel.

Para empezar, y si nos referimos a personajes cultos en pos de la verdad, ¿qué es cultura y acaso hay verdades? En cuanto a la primera, si se trata del conjunto de saberes que caracterizan a un grupo humano en determinada época, ni la complejidad del mundo actual hace posible la cabal comprensión de su totalidad, ni el especialista ofrece garantías más allá de su ámbito. Por otra parte, aun en el supuesto de que se hubiera superado la tradicional división entre ciencias y humanidades lo que dista de la realidad, ser algo más que un diletante en el conocimiento de tantas áreas se antoja una quimera, así que cuando alguien es tildado de culto, dan ganas de quitar, siquiera metafóricamente y como dijo Goering, el seguro a la Browning. Y si la cultura fuese algo más que espectáculo o negocio, ¿servirse de ella en pos de qué verdades? Porque las que perseguimos, esas que no se votan (Trapiello), se muestran sólo a retazos y acercarse a las mismas no implica hacerlo también a las soluciones.

Pese a lo anterior, el progreso ha sido posible merced a gentes que supieron columbrar alternativas a los presentes que les tocó vivir. La cuestión es pues decidir, aquí y ahora, cuál sería el perfil que justificase otorgar a algunos suficiente credibilidad antes de que la Historia refrende la justeza de sus planteamientos, porque si hemos de esperar a que los hechos les den o quiten razón, los trompazos estarán servidos. Tal vez debiera descartarse de entrada al tuttólogo: el sabelotodo. El propio término pone la mosca tras la oreja aunque su antónimo, el especialista, se revele también insuficiente, como demuestran hoy tantos consejos y conclusiones dispares emitidas por supuestos expertos frente a un problema concreto.

Agotada la búsqueda de idoneidades por la vía del conocimiento parcelar, cabría perseguirla a través de la voluntad y el talante de quienes habrían de ser nuestras luminarias. De entrada, deberían tener proyección social, aunque ello no legitime su opinión por sobre la de cualquiera y pueda ser coladero de esos "cultos" que van a su bola, sin más intención que llamar la atención para hacerse con un lugar bajo el sol. El "intelectual orgánico" de Gramsci parece ya superado, y hace falta un ego crecido para erigirse en conciencia moral de nuestro tiempo. ¿De qué moral? Además, hablar por todos no garantiza el acierto, al extremo de que permanecer callado podría ser incluso característica de más valor cuando no puede afirmarse la clarividencia.

Si apostásemos por los ilustrados, seguros de sí y cuasi totalitarios, ¿totalitarismo de derechas, a lo Pound, o del tipo sartriano? Por contra, y si la dubitación fuese el marchamo deseable, ¿a qué interrogantes habríamos de sumarnos? Para aumentar las dudas, hay quienes preconizan los modos como bandera del "intelectual": "aullar los hechos a los cuatro vientos" (Chomsky), aunque para ello quizá fuesen más adecuados los cronistas; "Gente airada para los tiempos que corren" (Pinter), orillando la evidencia de que entre denunciante y héroe media un abismo, y el utilitarismo puede imponer una autocensura de la que pocos están libres. Bajo esta óptica, sólo podrían ejercer de "intelectuales" aquellos que ya hubieran alcanzado el éxito y la independencia económica, lo que supone una selección cuando menos dudosa de quienes habrán de terminar especializados en la podredumbre. Por otra parte, razonar frente al poder y a un tiempo recordar la advertencia: "No discutas con un idiota; la gente podría no advertir la diferencia", quizá provoque el silencio de los mejores. ¿Estamos en eso? La semana próxima más, por remedar a El Gran Wyoming. Aunque de ser cierto que segundas partes nunca fueron buenas, entenderé que me despachen sin un vistazo.

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