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Ciudad fracaso

Tras varios días en Barcelona, debo admitir con pesar que la fisonomía de la ciudad me resulta casi irreconocible. Bajo el reclamo maligno del progreso se han cometido y se siguen cometiendo desmanes irreparables. La mayoría de cines, teatros, librerías, salas de arte, tiendas, cafés, fondas, hotelitos y plazas de barrio han desaparecido bajo la piqueta de la especulación. Como en tantas cosas de la vida, la suma de desastres parciales ha terminado configurando un fracaso colosal. Aún no hemos aprendido que cuando se elimina un cine o un café, por ejemplo, nos hemos cargado una calle para siempre. Y al final la suma de calles muertas forma un nuevo tejido urbano monstruoso que ya no nos pertenece. Entretanto se multiplican las terrazas al sol donde la gente se engaña creyendo ser feliz.

Todos hemos visto caer negocios centenarios que han dado paso a ofertas que luego han tenido una existencia fugaz. ¿Resultado? Ni hemos sabido proteger lo antiguo, ni lo moderno ha logrado imponerse. Pero como lo antiguo ya no podía volver, hemos ido añadiendo propuestas comerciales en un intento frenético de llenar ese vacío improductivo y desolador. Como el hombre es estúpido por naturaleza, algunos de los nuevos comercios tienen el descaro de promocionarse alardeando de su antigüedad. He visto tiendas de ropa o restaurantes que lucen en la fachada el rótulo pomposo de "Fundado en 1999" o "Quinto aniversario". En este mundo tan cambiante y absurdo quizá tenga sentido valorar la permanencia, pero jamás deberíamos confundirla con la antigüedad o la solera. Es una lástima que no exista un departamento en la consejería de Urbanismo que impida la destrucción de nuestro legado urbano mientras no se ofrezcan garantías de la calidad estética y mínima pervivencia civil de lo que vaya a ocupar su lugar. Pero las fortunas que se derrochan en nuevas carreteras, rotondas y pabellones deportivos claman al cielo. Todo con el único fin de ponernos en forma y llegar más rápido a un sitio que ya no reconocemos. Y que en breve dejará de ser nuestro.

Muchos de estos excesos urbanísticos se cometen con la intención de crear ciudades e infraestructuras que resulten gratas al viajero. Pero la servidumbre hacia el turismo ha alcanzado cotas donde lo inmoral se une a lo patológico. Todo vale con tal de que el turista se deleite en nuestra casa a cambio de su dinero y de nuestra incomodidad y nuestra pérdida de identidad y de valores. Lo que empezó hace medio siglo como una simbiosis fértil y equilibrada ha derivado en un negocio que se está revelando dudoso por lo descompensado y que a la larga traerá la ruina por lo insostenible. Es alucinante que cada vez que se habla del asunto, surjan voces lastimeras o amenazadoras que tratan de silenciar una verdad que está a la vista de todos. No quieren entender que el turismo es como el fuego: si no se mantiene bajo control termina por arrasar el bosque. Hablábamos de Barcelona. Pero en realidad quería decir Palma.

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