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Daniel Capó

Políticos que leen

Según el mítico periodista Garry Wills, lo primero que hay que conocer de un político son sus gustos literarios. En España, Felipe González declaraba que Memorias de Adriano, de Margerite Yourcenar, era su libro de cabecera y Rodríguez Zapatero, que releía a menudo los relatos de Borges. En ambos casos se trata de lecturas tópicas que, de entrada, no nos dicen mucho sin un escrutinio más exhaustivo. Alfonso Guerra paseaba por el Consejo de Ministros con las sinfonías de Mahler bajo el brazo, lo que a Jorge Semprún le parecía la mayor de las pedanterías. Entre los ochenta y los noventa, Jordi Pujol peroraba en los foros públicos sobre Herder y los románticos alemanes; pero, si hacemos caso de Josep Pla, el expresident de la Generalitat no era más que un "milhomes ignorant". Aznar se acercó a unos cuantos poetas de Joan Margarit a Luis Alberto de Cuenca que consideraba de su cuerda y Rajoy ha tenido la honestidad de reconocer que sólo le interesa la prensa deportiva. ¿Ha hablado alguna vez de libros Pedro Sánchez? ¿Y Soraya Sáenz de Santamaría? ¿Y Albert Rivera? De Pablo Iglesias ya sabemos que le interesa la bibliografía posmarxista. Los gustos literarios ayudan a dibujar el rostro de un personaje público, su curiosidad y también, en cierto modo, su visión del mundo.

En nuestro país resulta infrecuente encontrarse con políticos cultos. Ha habido algunos el propio Semprún, César Antonio Molina, José María Lassalle, etc., pero desde luego escasean. Desconozco si sucede lo mismo en el extranjero, aunque seguramente este fenómeno no se da con la misma intensidad. Las tradiciones son distintas y también el prestigio de la cultura. En Francia, Mitterrand llegó a espiar las conversaciones privadas de algunos escritores, mientras que en los EE UU, esta semana, The New York Review of Books nos ofrece una fascinante entrevista del presidente Barack Obama a la que tal vez sea la mejor novelista viva de nuestros días: Marilynne Robinson. De entrada, al leer el titular en la web de la prestigiosa revista norteamericana, pensé que sería la escritora quien entrevistara al presidente; no en vano sus ensayos nos hablan de alguien con un especial interés por las ideas políticas. Sin embargo, ha sucedido al contrario y es Obama quien plantea las preguntas a la autora de Gilead, con soltura, inteligencia y respeto. O, lo que es lo mismo, con un profundo interés.

Obama y Robinson dialogan sobre la democracia, sobre la necesidad de la inclusión frente a la exclusión y sobre la grandeza del sistema educativo. Robinson argumenta con cierto pesar que "nadie defiende aquello que hacemos bien", al tiempo que reivindica una idea más positiva de la sociedad: en la base de la democracia nos viene a decir se encuentra siempre una mayoría que desea hacer las cosas bien y prosperar juntos en comunidad. No lo contrario; no, desde luego, la filosofía práctica de la sospecha. Obama se lamenta de la distancia entre las virtudes y deseos del ciudadano, por una parte, y su lenguaje político, a menudo sectario y de una gran rigidez ideológica, por otra. Un coloquio de este nivel resulta impensable aquí: ¿Con quién hablarían Rajoy, Sánchez o Rivera? ¿Y de qué? Cabe pensar que con Bush o con Sarkozy la conversación tampoco iría muy lejos. La democracia ilustrada acaba siendo un lujo necesario. No garantiza nada, pero previene de males mayores. Aunque sea por decencia, un lector de Marilynne Robinson difícilmente podrá caer en ciertas banalidades.

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