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Antonio Papell

El concierto y el cupo vascos

La pertinaz reclamación soberanista catalana está produciendo, consciente o inconscientemente, un daño colateral: la puesta en cuestión de la propia solidaridad interterritorial, piedra angular del Estado de las autonomías, suscita recelos hacia el sistema del concierto y el cupo vascos, que fue incluido como sistema de financiación especial en la Constitución y en el estatuto de Gernika. Como es conocido, dicho modelo arrancó en 1878, tras la tercera guerra carlista, en virtud de un acuerdo de Cánovas del Castillo con representantes de las diputaciones forales. La fórmula se fue renovando y se mantuvo hasta 1937; desde este momento y hasta 1980, año del estatuto vasco, el sistema sólo pervivió en Álava y no en Guipúzcoa y Vizcaya (las "provincias traidoras").

En los últimos años, al hilo de la crisis, han surgido voces aisladas reclamando la revisión del sistema de financiación de Euskadi o exigiendo simplemente su derogación. Los grandes partidos, sin embargo, han mantenido oficialmente sin fisuras el respaldo al sisetma, que goza de gran consenso en Euskadi y es la base de un modelo de convivencia que se ha demostrado creativo y fecundo. Pese a ello, numerosas comunidades autónomas han cuestionado la fórmula, como ha quedado recogido en el texto elaborado por una comisión creada por Hacienda para analizar el funcionamiento del actual sistema de financiación autonómica, que debía haberse revisado legalmente en 2014: una decena de comunidades, gobernadas indistintamente por el PP y por el PSOE, han criticado que el País Vasco y Navarra (en esta última rige un convenio semejante al concierto vasco) tengan una presión fiscal más baja que el resto del Estado y cuenten "con mayores competencias normativas y de gestión en el ámbito tributario y con unos niveles de financiación muy superiores a los de las comunidades de régimen común".

En las últimas semanas, antes y después de las "plebiscitarias" catalanas, diversos políticos han aludido al tema, e incluso la presidenta andaluza, Susana Díaz, y el presidente valenciano Ximo Puig, quizá deseosos de robar notoriedad a Ferraz, han cuestionado las singularidades vasca y navarra. Por ello, y aunque la postura de los grandes partidos sigue siendo clara en apoyo de estas fórmulas constitucionales, el gobierno vasco ha saltado como un resorte para afirmar que no va "a permitir una modificación unilateral del concierto económico; es una línea roja que no vamos a admitir que se traspase". Es perfectamente legítimo y razonable que el presidente Urkullu pida lealtad a la vigente legalidad constitucional.

En realidad, lo que tiene cierto sentido cuestionar no es el concierto (ni el convenio) sino el cupo, cuya fórmula de cálculo ha caducado y hay que renegociar. A la vista de los datos, sí podría pensarse que esta aportación vasca al sostenimiento de los gastos generales del Estado y a la solidaridad interterritorial debería fijarse con más generosidad. Pero "recentralizar" este país generando tensión donde no la hay en absoluto sería un disparate político absurdo que hay que evitar.

Lo que debe hacerse en el proceso de federalización inexorable que ha de acometerse para revisar el sistema de organización autonómica y generar un nuevo consenso inclusivo de todas las aspiraciones y sensibilidades razonables es hilar fino para que el concierto quepa sin chirridos en el conjunto. Y es incluso probable que esta fórmula genérica la comunidad recauda sus impuestos y después entrega al Estado lo pactado pueda satisfacer a una Cataluña muy sensibilizada que podrá así compatibilizar el vínculo de solidaridad estatal con una plena autonomía financiera semejante a la vasca. Poner en duda a estas alturas el modelo vasco es, en definitiva, un disparate que podría hacer imposible la búsqueda de una salida sensata al conflicto catalán.

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