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José Carlos Llop

La senda extraviada

Vivíamos en una dictadura, pero estudiábamos el Contrato Social y el Estado de Derecho: es decir, tuvimos profesores que lo eran. Si lo escribo con mayúsculas no es sólo porque se deba -que se debe- sino porque, además, era una aspiración; la democracia de verdad, no la orgánica, esa invención, como representaban Las Cortes entonces. No queríamos ni Tercio Familiar, ni mandangas. Queríamos una democracia parlamentaria y eso fue lo que trajo el encaje de bolillos que fue la Transición, tan denostada ahora por los que no saben ni bordar y propenden hacia otra cosa que de democracia tiene poco, aunque se llenen la boca de ella.

Esta semana alguien dijo en nuestro Parlament -lo leí en Diario de Mallorca- que la desobediencia ´ha hecho avanzar a la humanidad a lo largo de la historia´. Pensé en el Contrato Social y en el Estado de Derecho. Y luego pensé en la ley de la selva y en esos avances del hombre... Quizá el diputado se refiriera a Robinson Crusoe al hablar de humanidad. No creo que sea importante -o no lo es aquí- el grupo al que pertenece quien lo dijo. Pero es importante que se dijera y ninguno de los suyos o sus aliados replicara, ni siquiera por lo bajo. La desobediencia en una dictadura, sí, pero en una democracia no parece lo más adecuado€ Porque es ella y el imperio de la ley y la separación de poderes lo que hace que quien dijo la frase de marras esté sentado en el Parlament y nos represente a todos. Ni más ni menos. Y no ha sido, precisamente, la desobediencia a la ley lo que ha conducido a las sociedades europeas hasta el Contrato Social y el Estado de Derecho, eso que debería defenderse en el Parlament con uñas y dientes si fuera preciso.

En los comienzos de la Transición, Torcuato Fernandez-Miranda (le llamábamos El conde Drácula) desarticuló de tal manera las leyes existentes -las desarticuló sin desobedecerlas- que eso permitió que de la dictadura se pasara a la democracia sin dinamitar la ley. E hiciera, por ejemplo, que hombres como Josep Tarradellas -de la vieja escuela demócrata europea- gobernaran en nuestro país (luego fueron borrados del mapa -ellos y su legado- por quienes, sucediéndoles, nunca les llegaron ni a la suela de los zapatos). O que el Senado -recuerden aquel Senado donde el Rey también designaba senadores- tuviera, por única vez en toda la democracia, una vida y una función dignas de tal nombre y no el asilo con pensión remunerada para militantes de partido en que se ha convertido después.

Lo que cuento es lo contrario de lo que en el siglo XX hicieron comunistas, nazis y fascistas (y eso que Fernández-Miranda vestía camisa azul), tan amigos de la desobediencia, por cierto, incluida la que se debe al derecho natural. Para obtener el poder sabemos que aquéllos destruían el Estado, empezando por desobedecer las leyes y una vez destruido, construían su Estado propio, donde las libertades eran pura filfa y el individuo una pieza del engranaje, a utilizar o aniquilar. O ambas cosas sucesivamente. El aperitivo fue la toma democrática de los Parlamentos y su disolución o metamorfosis en otra cosa que nada tenía que ver con la democracia parlamentaria. La corrupción, la crisis económica, el descrédito de la vieja política, fueron siempre sus caballos de Troya. Continúan siéndolo. Desde la desobediencia, o rompiendo la Constitución -como hizo el otro día un tipo malcarado-, o creyendo que la ley está para saltársela y encima simulando que ese salto es democrático. Por ahí sólo se transita por la senda extraviada y el caos es el destino.

Cuando las cosas van mal se olvida que la democracia es el arte de la convivencia, organizada sobre el difícil equilibrio entre derechos y deberes (aunque hoy lo de los deberes parezca papel mojado). Para esa convivencia fueron muchos -entre el apartamiento y lo que se llamó la generación del desencanto- los que aparcaron su idea de la política, estando a menudo mucho más preparados para ella que los que la acabarían ocupando después y nos han traído lo que hay ahora. Como fueron muchos los que pecando de omisión permitieron que otros -que nunca antes se habían dedicado a eso- se hicieran a través del tiempo con el poder político y lo fueran empobreciendo hasta límites impensables en aquella época que estudiábamos el Contrato Social y el Estado de Derecho, y Franco era la lucecita del Pardo y en Las Cortes había uniformes, sotanas y chilabas. Alabar la desobediencia a la ley democrática es olvidar de donde venimos y adónde vamos, el eterno ciclo que ignora aquel que no sabe quien es, por más que se lo crea. Y un Parlamento el lugar más inadecuado. Para eso siempre estuvieron los bares y las cervecerías. Según el lugar de Europa.

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