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Eduardo Jordà

Schalekamp

El martes pasado, cuando sonó el teléfono y reconocí enseguida la voz dolorida de la pintora Muriel ten Cate, supe que Jean Schalekamp había muerto sin necesidad de que Muriel me dijera nada. Hacía mucho tiempo que no hablábamos por teléfono, y además, en estos últimos meses me había acordado de él, de Jean, y también de Muriel, su mujer, porque de alguna manera no era posible acordarse del uno sin acordarse del otro, como ocurre con las parejas que parecen unidas por una especie de fuerza indestructible. Y siempre que veía a Muriel y a Jean, pensaba en esos esposos que se cogen la mano por los siglos de los siglos en las estatuas yacentes de las iglesias medievales. Y pensaba que esas estatuas son la forma más hermosa que los humanos hemos inventado para representar el amor conyugal, ese amor que está hecho de comprensión y paciencia y respeto (y también de grietas y dolor y fragilidad y renuncia y grandeza), y que Jean Schalekamp había sabido narrar muy bien en su libro Sin tiempo para morir. Y cuando oí la voz de Muriel, y supe lo que había pasado, imaginé a Jean Schalekamp tendido en algún sitio, sonriendo como él sonreía con un toque displicente, como si reír no fuera algo de lo que uno pudiera sentirse orgulloso, y con la mano extendida, bien abierta, esperando.

¿Cómo definir a Jean Schalekamp? Podría decirse que era escritor o mejor dicho, es escritor, porque quien lo ha sido lo seguirá siendo siempre, y también traductor del castellano al holandés, y al revés, y articulista durante muchos años en este periódico, donde demostró la hondura de su humanismo. Pero Jean Schalekamp era muchas cosas más: era el amante de los cafés antiguos que disfrutaba yendo a desayunar en coche desde Randa a Llucmajor, o desde Costitx a Sencelles, siempre en busca de un café con parroquianos que jugasen al dominó y leyeran el periódico; y era el hombre de la barba blanca que contaba, impertérrito, como había dejado de creer en Dios cuando vio que a su padre un anciano pastor calvinista se le caía la dentadura postiza en medio de un sermón. Y además, quienes estudiamos en el CIDE lo recordamos como el padre de los Schalekamp, un señor extranjero que nos llamaba mucho la atención porque llevaba americanas de pana que nadie más llevaba y una extraña barba o sotabarba, más bien que tampoco se hubiera atrevido a llevar ninguno de nuestros padres. Y por si fuera poco, Jean era un hombre casado con una mujer oriental Muriel había nacido en Indonesia cuando era colonia holandesa, y los dos llevaban a sus hijos al colegio en un Dos Caballos (¿o era un 4-L?), y a la salida los esperaban al pie de la escalera, algo que no hacían tampoco ninguno de nuestros padres. No creo ser el único alumno del CIDE que suspiraba por haber tenido unos padres como Jean y Muriel.

¿De dónde era Jean Schalekamp? Supongo que debería decir que era holandés, porque nació en Rotterdam en un ya lejano 1926, pero los Schalekamp llegaron a Mallorca en 1959 y desde entonces no se movieron de aquí, así que en realidad fueron más mallorquines que cualquier otra cosa. Que yo sepa, vivieron en La Vileta, luego en Randa y desde hace unos diez años en Costitx. A finales de los 70 tuvieron el bar Sa Ximbomba, en Gènova, y recuerdo muy bien a Jean escribiendo en la pizarra el menú del día, con las deliciosas quiches de jamón y puerros o las maravillosas tartas de queso. De eso hace cuarenta años. Otra era geológica.

Jean escribió dos libros extraordinarios El doctor Freud ha vivido aquí y Sin tiempo para morir, pero el libro que tuvo más repercusión fueron sus entrevistas con supervivientes de la represión franquista durante la Guerra Civil, que tituló D'una illa hom no és pot fugir y que le costó una denuncia y una visita a los tribunales. Aquel libro fue el primero que se publicó entre nosotros con testimonios reales sobre el horror de la Guerra Civil, y quizá por ser extranjero, Schalekamp logró que mucha gente le contara lo que no se había atrevido a contar a nadie más. Y sólo por haber escuchado a aquella gente que había sufrido lo indecible, Jean se merece el agradecimiento eterno de esta isla.

A Jean le gustaban los árboles, los molinos y las viejas cercas de piedra, y ahora que sé que ha muerto, recuerdo unos versos de Seamus Heaney que parecen escritos para él: "Estuve ahí,/yo en el lugar y el lugar en mí". Yo en el lugar y el lugar en mí. Eso fue Jean Schalekamp. Y ahora más que nunca.

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