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Don Tancredo

Uno no ve a Rajoy en el centro de una plaza de toros, sobre un pedestal y embadurnado de blanco, esperando inmóvil y sin parpadear la salida del toro. Se trata de que el animal se quede desconcertado ante el hieratismo de la figura blanca. Tampoco se le supone al hombre tanto arrojo. Sin embargo, el tancredismo resulta ser una figura que le cuadra al presidente. Uno ya no sabe si su inmovilismo es una estrategia o bien una forma de ser y de actuar. Mejor dicho, de no actuar. Mientras a su alrededor hay una actividad febril, el buen hombre asiste impávido a todo ese espectáculo. Sólo le falta extraer un puro de su bolsillo interior y fumárselo como quien contempla la final de la Liga de Campeones. Al principio, uno le otorgaba el beneficio de la duda: se trata, tal vez, de una estrategia cuyo objetivo se ciñe en cansar al adversario. Lo que vulgarmente se dice: dejar que las cosas se vayan pudriendo. A veces, puede funcionar. Pero en otras ocasiones, quien se pudre es uno mismo a fuerza de no moverse. Lo que sucede es que, con el tiempo, nos vamos percatando de que esta supuesta estrategia ha ido degenerando en indiferencia o, peor aún, en ineptitud a la hora de encarar el asunto de Cataluña. Por no saber, no supo desactivar con rapidez y solvencia las preguntas nada agresivas que le formuló Carlos Alsina en su entrevista radiofónica. Sólo pensar que el mismo Rajoy se plantase ante el periodista de la BBC, Stephen Sackur, da vértigo. Este mismo periodista que, en menos de dos minutos, fulminó los pobres y tartamudeantes argumentos de Raül Romeva.

El hombre parece desbordado y, para disimular su desbordamiento, hace como que no se entera y sigue acantonado y acartonado en la legalidad. Es decir, en el mínimo esfuerzo. Rajoy no es un presidente, sino el portero de una finca que se limita a reiterar lo que los jefes le han ordenado, y punto. El piloto automático sólo debería activarse en épocas de placidez y prosperidad, y aún así. Podríamos afirmar, ya puestos, que el hombre sigue las enseñanzas de Buda, de Epicteto o de Marco Aurelio, aunque tampoco lo vemos en esa senda. A pesar de todo, su actitud pasiva nos hace elucubrar. Pensamos que un presidente de gobierno no puede mostrar tanta impavidez o tanta pasividad, así que optamos por engrandecerlo y le atribuimos virtudes senequistas o búdicas, cuando en verdad, sospechamos, no hay más cera que la que arde. El hombre ha optado por convertirse en un palo en medio del temporal, en una especie de monolito que recibe imperturbable la violencia del oleaje. Y ya le estamos suponiendo dotes de estratega, cuando lo más probable es que no sea más que pereza, indiferencia o ineptitud. También podría ser seguidor de la frase aquélla que su paisano Cela acuñó con voz grave en su momento: "En España, el que resiste gana." En fin, habrá que verlo. El hombre está ahí, nada más que por que está. Rajoy es tan seductor y tan convincente como esta frase que acabo de escribir, puro Perogrullo, cansina tautología. El hombre es capaz de erosionar cualquier atisbo de inspiración. Y, sin embargo, es un político y, por tanto, nos resistimos a creer que toda esta pasividad e inhibición no formen, a pesar de todo, parte de un plan.

Nadie le pide gracejo ni tampoco una imaginación calenturienta. Tan sólo, algo de actividad. A no ser que su objetivo se reduzca, simplemente, a estar ahí en plan muro de contención o en plan don Tancredo. Pero no minimicemos a la figura de don Tancredo, ya que el individuo que se colocaba en medio de la plaza aguardando la salida del toro, por lo menos denotaba valentía. Rajoy escurre el bulto a la espera de tiempos mejores. Porque Rajoy es un hombre que espera y nunca dependerá de él que esos tiempos sean, en efecto, mejores. Cuando escampe, el hombre saldrá a dar una vuelta a ver si encuentra algún que otro caracol o alguna que otra seta, y saludará al respetable. De repente, Rajoy se ha vuelto un hombre antiguo, como si hubiera salido de un cuadro de El Greco y no supiera qué hacer entre tanta gente y entre tanto barullo, más que regresar a sus dependencias, poner la tele y ver cómo se desarrolla el juego: "Oye, Moragas, la chica ésta, Arrimadas, no está nada mal, ¿no crees?" Y Moragas, siempre al acecho y siguiéndole de cerca, siendo ya su sombra, asentirá como buen hombre de confianza que es.

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