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Antonio Papell

La iniciativa debe cambiar de manos

Los resultados de las elecciones catalanas no han proporcionado a los independentistas un avance en la dirección deseada por ellos. Su planteamiento plebiscitario tropieza con el obstáculo insalvable de que el 'sí' a la secesión ha quedado sensiblemente por debajo del 50%, circunstancia que se agrava con la evidencia de que el apoyo ha sido singularmente bajo en la provincia de Barcelona, que con sus más de 5,5 millones de habitantes representa el 73,3% de la población de Cataluña, habiéndose elevado en el conjunto por la sobrevaloración que tiene el voto en las tres provincias menores. Así las cosas, la causa de la independencia está internacionalmente bloqueada, y por mucho tiempo, y eso lo saben perfectamente Artur Mas y su cohorte de seguidores.

Pese a lo antedicho, Mas esgrimirá previsiblemente hasta el hartazgo que el independentismo ha conseguido vencer en escaños, por lo que a su entender el Parlamento catalán está legitimado para proseguir "el proceso". Y el pasado 30 de marzo, Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) y Esquerra Republicana (ERC) pactaron un texto titulado "hoja de ruta unitaria del proceso soberanista catalán" que, en apenas un folio y medio, trazaba el camino que pretendían seguir ambos partidos si ganaban las elecciones del 27 de septiembre.

Aquel plan preveía que, tras la victoria del soberanismo el 27S, se redactaría un proyecto de texto constitucional "en el plazo aproximado de 10 meses mediante un proceso participativo que permita reunir más voluntades al proyecto a través de un proceso constituyente abierto". Durante este tiempo se pondrían en marcha "las estructuras necesarias del nuevo Estado": una Hacienda propia, la Seguridad Social, medidas de transitoriedad legal, acción exterior, infraestructuras energéticas, servicios sociales y de salud, energía y seguridad. El Parlamento también aprobaría una declaración de soberanía "como anuncio e inicio del proceso hacia la proclamación del nuevo Estado o República catalana", con la especificación de que no se iba a admitir que el Constitucional anule la declaración, como ya ocurrió con la que aprobaron en enero de 2013. "Al final del proceso -decía el documento- se celebrará un referéndum vinculante sobre el texto constitucional que culminará con el ejercicio del mandato democrático a favor de la constitución del nuevo Estado catalán. El resultado positivo de este referéndum permitirá la proclamación de la independencia", no más tarde de marzo de 2017.

Este planteamiento, que muy probablemente intentará poner en marcha con o sin Mas la mayoría parlamentaria soberanista, significaría la apertura de hostilidades abiertas con el Estado, que debería responder, primero, mediante los correspondientes recursos ante el TC; después, forzando la ejecución de las sentencias, gracias a la norma que se está tramitando a toda prisa en el Parlamento español. El desgaste de ambas partes sería intenso, tedioso y destructivo.

Frente a estas previsiones, que no parecen descabelladas, sólo hay un medio de parar la deriva, detener un proceso especulativo que no conduce a parte alguna y comenzar a hacer luz en el horizonte del conflicto: que el Estado tome la iniciativa de manos de los independentistas y efectúe sus propias propuestas. No para complacer ni para convencer a los radicales, que eso es imposible, sino para cargarse de razón y conseguir que muchos ciudadanos indignados con España -algunos con razón y otros sin ella- se sientan atendidos en sus requerimientos legítimos y, sobre todo, se vean reconocidos y escuchados. Lógicamente, estas propuestas deben formularse en los programas electorales de los grandes partidos y materializarse una vez formado el próximo gobierno español. Por ello, parecería lógico acelerar estas elecciones, que han de sacarnos de un impasse que ya dura demasiado tiempo.

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