Diario de Mallorca

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Uno de los principios universales de la justicia establece que quien la hace, la paga. La manera como se ajusta la pena a la falta ha ido cambiando con el paso de los tiempos desde aquella estricta literalidad de la moral bíblica —ojo por ojo, diente por diente— a la idea mucho más avanzada de que el castigo no tiene que ser una venganza. A veces cuesta aceptarlo, en especial si uno es la víctima de un atropello, pero abundan las razones que hablan en favor de una justicia que deje de lado el ajuste de cuentas. Es ésa la frontera que separa las sentencias propias de la barbarie de lo que entendemos que debe ser una fórmula civilizada de condena. Pero lo que resulta paradójico es que la búsqueda del equilibrio, alejando la tentación de igualar pena y castigo, termine por convertirse en lo contrario, en un premio para el infractor.

El señor Martin Winterkorn, presidente hasta la semana pasada del grupo Volkswagen, dimitió no porque se hubiera cansado de trabajar o porque le ofreciesen un empleo en otra empresa. Lo hizo asumiendo su culpa como máximo responsable de la manipulación de los medios de control de los gases emitidos por los motores de sus automóviles. De acuerdo con los principios más básicos de la justicia, su dimisión es un castigo insuficiente; merecía una condena superior. Tampoco era cosa, en recuerdo del ojo por ojo, de obligarle a respirar las miasmas contaminantes que lograban escapar a las inspecciones técnicas. Pues bien ¿cuál ha sido entonces la pena elegida? Los diarios ya lo han dicho. Al señor Winterkorn le han concedido nada menos que una indemnización de casi treinta millones de euros.

Alejar la condena de los rituales bárbaros nos ha llevado a la civilización. Me pregunto dónde nos conduce ahora el convertir la justicia en una tomadura de pelo que premia al delincuente con un regalo superior a la suma que recibirán a lo largo de su vida los trabajadores que estaban a las órdenes del sinvergüenza confeso. Por la misma regla de tres habría que convertir en millonarios a quienes mienten, roban, falsifican, trampean y engañan en cualquiera de los muchos ámbitos en que las leyes determinan para los culpables penas de cárcel. Una de dos, o bien la Volkswagen cree que su hasta ahora director le proporcionó beneficios muy jugosos gracias a sus artimañas, unos beneficios que han de reconocerse y premiarse, o los directivos de la multinacional temen lo que Winterkorn sabe y se aseguran su silencio a un precio capaz de garantizarlo. En cualquiera de los dos casos el asunto apesta. Pasar de los linchamientos salvajes a las sentencias emitidas por los jueces tras un juicio justo con fiscal y abogado defensor es sin duda una de las claves de lo que entendemos por Estado de derecho. Pero cruzar esa línea, llegando a indemnizar a quien ha llevado a cabo tropelías y las confiesa, se instala en el terreno del absurdo. En particular si, al mismo tiempo, se nos quiere convencer de que subir las nóminas lleva a cualquier país a que se hunda.

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