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Daniel Capó

El tono

"Lo que importa es el tono", subraya en una de sus Notas dispersas Josep Pla. En literatura, el ritmo encuadra, uniformiza, dota de regularidad, pero no ofrece propiamente una mirada sobre el mundo. El tono, en cambio, revela lo característico del individuo, el alma de la persona si se quiere: su voz más honda. Pascal Quignard nos recuerda en El odio a la música que, en los campos de concentración, no faltaban las pequeñas orquestas que acompasaban el desfile de los prisioneros cuando se dirigían al matadero. El escritor francés percibía en esa música una peculiar maldición mítica: el triunfo de la ebriedad sobre el orden, de la pulsión de muerte sobre la vida. "En Grecia anota Quignard la musa de la música tenía por nombre Erato. Profetisa de Pan, dios del pánico, vagaba en trance por efecto de la bebida y del consumo de carne humana". En las celebraciones pánicas del mundo helénico, entre cantos y música de flautas en honor al dios Pan, se sacrificaba "a un joven, que era descuartizado vivo y comido crudo en el acto". Como en el mito de Orfeo, por ejemplo, cuyo arquetipo regresa una y otra vez. Excesos arcaicos, sin duda. En todo caso, existe algún tipo de correspondencia neurológica si pensamos en la estructura ritual de la mente. El ritmo apela al pueblo con mucha más intensidad que el tono. Las canciones acompañan a las tropas de asalto, a los batallones de soldados, a las masas sublevadas. Shostakóvich compuso una sinfonía sobre el asedio de Stalingrado en la que se escucha, de forma obsesiva en el primer movimiento, el avance imparable del ejército soviético hacia la victoria final. Ese ritmo aplastante no es la alegría de Miquel Iceta al ponerse a bailar en un mitin de la campaña catalana. La alegría constituye un signo de libertad que nos habla de la pluralidad compartida y del gozo de la vida. Shostakóvich terminó renegando, en su siguiente sinfonía, de aquel canto épico dedicado a Stalingrado. El dictador no se lo perdonaría nunca. La tristeza del músico lo cuenta el pianista Sviatoslav Richter llegó a ser insondable. Shostakóvich tuvo que refugiarse en el formato íntimo: en los cuartetos de cuerda, en los preludios y fugas para piano. Allí y no en las grandilocuentes piezas propagandísticas es donde podemos descubrir el auténtico aliento de su obra.

Lo que importa del tono es que nos desnuda y nos dice quiénes somos. Supongo que por eso mismo Pla rechazaba los excesos de la sentimentalidad, los cantos corales y el demonio de las masas. Había leído demasiado a Montaigne y a los moralistas franceses como para no proyectar una luz íntima sobre su escritura, incompatible con los caprichos de la moda. Admiraba, sin embargo, la tenacidad, el esfuerzo, el trabajo constante y terco, la poesía de lo cotidiano, el carácter individual y la falta de dogmatismos. Desconozco qué habría pensado el escritor catalán de la situación actual, pero supongo que habría discernido entre el tono y el ritmo, entre el credo personal y la fanfarria colectiva. Era un hombre inteligente. Sabía que la propaganda miente y que la luz de la verdad no cae siempre en el lugar que a nosotros nos gustaría. Esa es una forma de humildad. Y la humildad nunca es ostentosa.

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