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Antonio Papell

Cataluña y la comunidad internacional

El presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha secundado la posición del Estado español ante el conato independentista de Cataluña. La declaración no es el simple resultado de una buena gestión diplomática nunca sabremos en realidad si la hubo ni a qué nivel sino la constatación de que Occidente mantiene intacto su instinto de conservación, de tal modo que surge una solidaridad natural entre las democracias para rechazar los estímulos disolventes y las agresiones rupturistas. Obviamente, el pronunciamiento del líder de la primera potencia culmina un rechazo internacional en el que habían participado muy explícitamente Alemania y el Reino Unido Merkel y Cameron, las dos grandes potencias europeas. Como se recordará, Obama también se pronunció antes y después del referéndum escocés: el 18 de septiembre de 2014 lanzaba un tuit bien expresivo: "El Reino Unido es un socio extraordinario para los EE UU y una fuerza para un mundo bueno y estable. Espero que permanezca fuerte, robusto y unido". Y a posteriori se congratuló por el "no" y felicitó a los escoceses "por su completo y enérgico ejercicio de la democracia". Efectivamente, los escoceses habían pactado un referéndum con Londres porque lo permitía el marco constitucional.

Esta toma de posición de la comunidad internacional o de la parte de la comunidad internacional que nos interesa no es un simple respaldo al circunstancial gobierno de España: es el apoyo a un Estado democrático clave en los equilibrios globales, que se ve agredido por una conspiración dispuesta a socavar el estado de derecho. De hecho, Merkel, además de mostrarse favorable a la unidad española, advirtió a los soberanistas de que los tratados de la Unión Europea garantizan la soberanía e integridad territorial de los Estados y ella misma considera "muy importante" que se respete la legalidad internacional.

Así las cosas, es manifiesto que esta hostilidad se dirige específicamente no al secesionismo mismo, que es una planta que vive en bastantes Estados de Occidente, sino a la pretensión de ejercerlo a toda costa, sin acatar las leyes democráticas del entramado de normas que forman el basamento jurídico del tejido institucional. En estas circunstancias, aunque Cataluña obtuviese la separación algo imaginable pero totalmente improbable dada la convergencia de las fuerzas democráticas españolas y la insuficiencia cuantitativa del soberanismo, que no alcanza la masa crítica necesaria, no sería recibida en las instituciones internacionales por esa ilegitimidad originaria, que tampoco puede ser aceptada como precedente por los países europeos.

Aun haciendo abstracción de lo absurdo que resulta que algún grupo nacional interno a la Unión Europea, que es fruto de un gozoso proceso de integración, pretenda la secesión del estado al que pertenece, más inaceptable es aún que ello se intente vulnerando las reglas de juego que garantizan la seguridad jurídica. Todo lo cual otorga credibilidad al informe recién aparecido de la Fundación Alternativas que, basándose en la Constitución española y en los tratados comunitarios, llega a la conclusión de que la ruptura no sólo dejaría a Cataluña fuera de la UE sino que no le sería posible regresar al club europeo en el futuro; además, dejaría de tener presencia en el BCE, que ya no podría ofrecerle financiación, y en el Mecanismo Europeo de Estabilidad, y dejaría de formar parte del espacio Schengen.

La política exterior casi nunca mueve montañas, pero los catalanes emplazados a acudir a las urnas el día 27 deben reflexionar sobre estas evidencias que tienen ante sus ojos: los grandes países del mundo no entienden ni aprueban la aventura instada por el nacionalismo confuso heredero de Pujol. Lo que, de separarse Cataluña, le aseguraría una gran e inquietante soledad.

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