Uno no deja de tener la sensación, en esto de la denominada crisis catalana, de ir como montado en un alocado tren que corre raudo hacia el desastre, cuya locomotora conducen, al alimón, dos pequeños enanos (pónganles ustedes mismos los rostros que les sean más apetecibles), parecidos al de El señor de los anillos, que mientras desatienden descaradamente la letal trayectoria del ferrocarril y nada hacen para detenerla, se gritan el uno al otro: "¡mío, mío!", agarrándose recalcitrantemente a un garrote que tiene grabada a fuego la palabra "patria".

No pienso entrometerme en los "razonamientos" de unos y de otros, ya hay otros para esa labor, que, olvidando la más mínima muestra de sensatez, tan solo pretenden llevar al agua a su molino, aún cuando esta acción desborde el agua y anegue al propio molino y al molinero; y ahí están unos y otros escuchándose con atención a sí mismos, sin el menor asomo de intención de detener el viaje hacia el abismo, solo atendiendo a su propia razón, a su particular visión, su propia idea de la realidad, desoyendo a Malraux que consideraba que en una discusión lo difícil no es defender nuestra opinión sino conocerla.

Y aún cuando todos ellos parecen hablar el mismo lenguaje, que siempre se reconducen a términos grandielocuentes, como pueblo, nación, libertad, ley, patria que poco o nada tienen que aportar a la solución de un problema que, no nos engañemos, existe, ninguna ventaja se obtiene del uso de ese mismo idioma pues ninguno de ellos tiene intención de escuchar al otro.

Existen pocas palabras, quizá solo "Dios" sea comparable, como libertad o patria tras las que se hayan enmascarado un mayor número de mezquindades y que hayan aportado al género humano una menor carga de tragedia y tristeza. El pasado año se cumplía el centenario del inicio de una de las carnicerías mejor organizadas de la historia que mandó a la tumba o a una vida de heridas a una generación entera de jóvenes que, de buen grado o por la fuerza, se vieron inmersos en ella en nombre de la libertad y la patria. Ni la libertad ni la patria son panacea de nada, y si no que se lo pregunten a todos aquellos países surgidos de los conflictos, colonizadores o no, del siglo XX, mayormente en África y Asia, pero sobretodo pregunten a sus habitantes.

De la libertad decía Napoleón que "bien analizada, la libertad política es una fábula imaginada por los gobiernos para adormecer a sus gobernados", y algo debía saber el corso de esto de la gobernanza; y la patria, ay la patria, cuantos crímenes, indignidades e injusticias se han perpetrado (palabra que por cierto también deriva de patria) en su nombre; me viene ahora a la memoria el monólogo del personaje del juez Ernst Janning, magníficamente interpretado por Burt Lancaster, en la película de Otto Preminger, aquí titulada Vencedores o vencidos, en el que describe como se llegó en la Alemania de los años 20 y 30 al desastre del nazismo (para los mal pensados se trata de un ejemplo, no una comparación) para finalmente concluir "todo aquello se hizo por amor a la patria".

Respeto a la libertad y amor a la patria, ya ven, son solo palabras, y estas, por si mismas, no son peligrosas, pero sí lo es el uso que se les dé y sobre todo que razonamientos, elucubraciones o cruzadas se construyan apoyándose en ellas; y las palabras, como las armas, las carga el diablo de la sinrazón; y en estos últimos meses he podido observar que uno y otros se arrojan a la cara palabras, que debieran ser inocuas pero que van atiborradas de una munición provocadora y por demás con pretensiones de hiriente voluntad.

Todo lo contrario de lo que se necesita para resolver un problema, como el que padecemos, donde los elementos necesarios, imprescindibles son, debieran ser, el sosiego, la mirada analítica, el escuchar con atención, el hablar poco, expresarse de manera ponderada y toneladas inmensas de sentido común, cualidades todas ellas dramáticamente ausentes en el hacer de los que participan de este particular conflicto. Y lo peor es que los vocingleros de uno y otro lado hablan con la seguridad y el aplomo del inconsciente atrevimiento, con esa apariencia tan peligrosa de seguridad, de tenerlo todo controlado y eso entraña un riesgo incalculable, porque el ciudadano del común, hipnotizado por ese aparente aplomo, se coloca tras una u otra bandería, según su humor o conveniencia, sin darse cuenta que se ha encaramado al mismo tren que conducen los enanos peleones, para seguir necesariamente su mismo destino de ellos.

Las crisis, las discrepancias no se resuelven con seguridad y prepotencia sino con precaución y flexibilidad, no se solucionan hablando con y para los de uno sino dialogando con el que piensa distinto. Sin duda no se arregla con vocablos altisonantes y discordantes, pues en palabras del político de la antigua Roma, Salustio, la concordia hace crecer las pequeñas cosas, la discordia arruina las grandes.

Al final los dos enanos terminarán, si el buen sentido no acude a su rescate, como esos familiares que no se hablan desde antiguo y se repelen vivamente pero que han olvidado cuál es la causa, el motivo que les ha llevado a ese estado. Y la situación es extremadamente grave para todos y el no querer verlo es tan suicida como el comportarse como los conductores del tren loco. Uno desearía que se produjera el milagro y los dos enanos sordos, agresivos y saltarines se convirtieran en personas adultas, sensatas y reflexivas y que antes de pelearse por el garrote, detuvieran primero el tren, antes que éste nos lleve a todos al abismo.

* Abogado