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Refugiados: sentimientos y cifras

Un drama sin paliativos, el de quienes huyen de guerras y miseria, que lleva a plantearse el modo de ayudar a quienes podrían ser, de no poner pies en polvorosa y sin metáfora que valga, carne de cañón. Sin embargo, proporcionar techo, comida, trabajo, sanidad y educación si procede, a un número creciente hablamos de millones y por tiempo indeterminado, exige mucho más que buena voluntad.

Frente a la desesperación de tantos no cabe la resignación, pero así como piedad o compasión pueden resultar gratuitas, la solidaridad implica, a más de sensibilidad, conocimiento y objetivación de los recursos que habrán de allegarse si pretendemos pasar, de las opiniones, a las soluciones. Convendría pues dejarse de tópicos (para ello se bastan algunos políticos) o de pronunciarnos al rebufo de imágenes destinadas a convertir la realidad en espectáculo. Unas manos que sangran sobre las alambradas o el niño ahogado sobre la arena, aguijonean nuestros sentimientos, pero la representación no ha de convertirse en estímulo pasajero de la conciencia colectiva y, al poco, una vez más, telón y cada quién a lo suyo. El caso es que la verdad, también en cuanto a la migración masiva, es poliédrica, por lo que se diría pertinente examinarla con atención y darle mil vueltas sin olvidar, durante el ejercicio (el de cada cual y también el que debieran hacer los distintos Gobiernos de la UE en sus reiteradas cumbres) que no todas las opciones defendibles son conciliables y, cualquiera de las que se adopten, tendrán consecuencias que deben ser explicadas a la ciudadanía sin ambages.

A este respecto, no está de más subrayar la hipocresía que supone escandalizarse estos días por una tragedia que colea desde hace años. Desde 1996 a 2002, se ahogaron en el Estrecho de Gibraltar 4000 personas; en el tercer mundo muere cada siete segundos de hambre un niño menor de diez años o, por no seguir, el 90% de la población en la India no tiene acceso a servicios sanitarios gratuitos ni puede costeárselos. Pero sólo la punta del iceberg, cuando recreada en imágenes, concita nuestros lamentos. Quizá como modo de evitar la definitiva devastación emocional. El Papa se mesa los cabellos y considera vergonzosa la ausencia de fraternidad, lo que exigiría, por coherencia y siquiera por quitar razón a Séneca y su "hablas de una manera y vives de otra", que él y sus prelados (el arzobispado de Viena puede ser una excepción) llenasen, a más del Vaticano, conventos y palacios episcopales con esos huidos sin refugio. Amén de las iglesias con algo más que una familia, lo que, además de aportar ejemplaridad, evitaría en las mismas los ecos del vacío. En cuanto a nosotros, convendría cerciorarse de que Nietzsche no estaba en lo cierto al afirmar que cualquier declaración o acción va siempre orientada hacia uno mismo, que es lo único importante. Porque una cosa es compadecerse y así compensar de algún modo las culpas que todos acarreamos, y otra distinta estar dispuestos, impuestos mediante, a hacer viable el futuro de los recién llegados, dejando el "qué hay de lo mío" para mejor ocasión.

En otras palabras: los derechos humanos no tienen fronteras pero sí un coste, de modo que no son sólo los hechos sino sus repercusiones las que deberán tenerse en cuenta para poder pronunciarse con la cabeza junto al corazón. Quizá, para la inmediatez, cobijo y alimentos sean problema menor, pero, ¿y el empleo con 17 millones de parados en Europa? A medio plazo también será preciso aumentar aulas y profesorado. En cuanto a sanidad, la vacunación masiva o el control de enfermedades con baja incidencia en nuestro medio exigirán de mayor inversión, sumada a la que supondrá tratar un mayor número de enfermedades graves o crónicas, desde la hepatitis el precio de los medicamentos para la misma es aún objeto de debate a enfermedades cancerosas. Porque los enfermos también emigran. No se trata, pues, de banalizar el mal para facilitar el darle la espalda aunque sea lo que ha venido ocurriendo de no interesar la intervención por motivos económicos, pero es necesario incorporar a los análisis estas circunstancias y, si bien es cierto que sólo lo difícil vale la pena, también lo es que ser civilizado consiste en poder cuestionar aquello en lo que creemos. O perseguir la coherencia incluso frente a la ambivalencia de criterios.

El caso es que (Don deLillo) somos ricos, privilegiados, pero ellos están dispuestos a morir y de ahí su ventaja frente a los invadidos, presos del desasosiego frente a posibles repercusiones en su estatus. Que habrá que pagar resulta evidente, pero, ¿pagar y callar, como exigía el poeta Brossa de los ricos? Y si no es así, se hace perentoria la necesidad de cuantificar y priorizar. Es lo que muchos esperamos de unos jerifaltes que debieran de una vez coger el toro por los cuernos y seguramente decidir, junto a los cupos de acogida, la intervención sobre el origen de la diáspora antes de que ésta se haga inasumible. Consensuar el cuándo, cómo y por qué, con luz y taquígrafos. Dejándose de dilaciones y vaguedades para contentar a todos, al estilo de Podemos.

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