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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

La ficción del lenguaje

Estos días pasados hemos podido leer dos mensajes contradictorios de Felipe González. El primero, uno dirigido explícitamente a los catalanes en las páginas de El País; el segundo, una entrevista de Enric Juliana en La Vanguardia. No podemos dejar de comentarlos por el relieve del personaje, la repercusión pública y la trascendencia de los comicios catalanes del 27 de setiembre. Del primero, exponiendo las consecuencias de la secesión, la analogía de la atmósfera creada en Cataluña por los nacionalistas con la que se respiraba en los años treinta cuando el fascismo y el nazismo, y la imposible equidistancia entre quienes, a pesar de ser adversarios, están al lado de la ley y aquellos que la trasgreden, se plasmaron dos reacciones: la de los que lo aplaudieron, incluido el gobierno y el perdonavidas de Aznar ("González ha vuelto al redil") y la de los que lo censuraron, el propio Mas encabezando en el mismo medio una respuesta en la que se tildaba la carta de González de "libelo incendiario"; y las redes sociales, donde se le tildaba (GAL, etc.) de todo menos de modelo de político ejemplar. A los pocos días, en la entrevista, González lamentaba que se tomara como una identificación lo que no era sino una analogía y se pronunciaba con claridad de forma favorable al reconocimiento institucional de Cataluña como nación. Todo ha concluido con un gran estrambote pues González, en el acto de presentación de la asociación "Tercera Vía", el pasado martes, ha desmentido haber hecho esta última declaración. Lo que ha sido contestado por Juliana informando que el texto de la entrevista fue enviado a revisión a la oficina de González sin haber recibido ninguna rectificación.

González es un artista de la utilización del lenguaje. ¿Quién no recuerda su definición del PSOE como un partido de clase, marxista y revolucionario, para, a los pocos años, liderar con éxito el abandono del marxismo? ¿O su apuesta hace dos años por la Grosse Koalition retirada a los pocos meses de haberla realizado? González es un pragmático que adecua el lenguaje a sus necesidades más perentorias: "gato blanco, gato negro, ¿qué más da?, lo importante es que cace ratones" (copyright de Deng Xiaoping). Pero es infinitamente más listo y capaz que un Zapatero que se ufanaba públicamente de poner las palabras al servicio de la política, tomándonos a todos por estúpidos, algo que nunca haría González. Pero esta vez González se ha metido en un jardín al reconocer a Cataluña su condición de nación. Veamos por qué. Yo soy partidario de rehuir el uso de esos sintagmas porque son cualquier cosa menos aclaratorios. Si Cataluña es una nación, es obvio que España deja de serlo y se convierte en otra cosa. En este punto, la política ya ha hecho sus deberes y mediante un artilugio lingüístico propone inmediatamente una solución: España es una nación de naciones. Es decir, ante un dilema conceptual, se pretende resolver lingüísticamente un problema político. La verdadera cuestión no estriba en que los nacionalistas catalanes y asimilados se contenten con un cambio de nominación, sino en que el cambio de nominación está implacablemente ligado a la nueva dinámica política soberanista que desencadena, que no tiene otra conclusión lógica que la independencia.

Al proponer a España como nación de naciones, como hacen los socialistas del PSC, no se cae en la cuenta de que será preciso determinar cuáles son las naciones que la componen. Resto de España no puede ser nación porque, inevitablemente, el País Vasco va a reclamar la denominación, igual que Galicia. Con lo que estaríamos abocados también a reconocer naciones como a Castilla y León, Castilla La Mancha, Andalucía, Extremadura, Murcia, Balears, Asturias, La Rioja, etc. Un panorama absolutamente surreal. Como irreal, además de surrealista, sería proclamar a España nación de naciones, nacionalidades, regiones y ciudades autónomas, puesto que se supone que las regiones lo son de una nación o de un estado. La conclusión es que España dejaría de ser una nación y pasaría a convertirse en un Estado infinitamente más ingobernable de lo que ya empieza a serlo. Una cosa es el Reino Unido que, a lo máximo, tiene que bregar con cuatro supuestas naciones y otra es tener que hacerlo con diecisiete. O volver al siglo XV con Castilla y la confederación catalano-aragonesa.

Aunque puestos a ser más despreocupados con el lenguaje y animados por lo que La Vanguardia atribuye a González, algún columnista, como Papell, ha escrito: "Proclamar que Cataluña es una nación es casi una obviedad. Como lo es que ser una nación (hay más de doscientas en Europa) no significa poseer el derecho a disponer de un estado propio e independiente". Todo lo cual refuerza la idea de lo arriesgado que es la utilización constitucional de términos tan interpretables políticamente como nación. Y sería muy interesante conocer la relación de las doscientas naciones que hay en Europa. Si incluimos la comarca de la Maragatería y similares en la misma es posible que las podamos llegar a contabilizar. Cuando hablamos de nación cada uno de nosotros está hablando de significados diferentes. Por tanto la conclusión no puede ser otra que dejar de utilizar este término tan confuso y empecemos a hablar de lo que casi nadie habla: de competencias del Estado y competencias de las comunidades autónomas, y que hablemos de financiación. En la medida que utilicemos símbolos de inequívoco contenido emocional, sea para España sea para Cataluña, estamos condenados a la tensión política y al enfrentamiento. Después de la segunda rectificación de González negando lo publicado por La Vanguardia, quizá Papell se muestre más cauteloso en relación a poner en duda el carácter performativo del lenguaje. Cuando la flecha está colocada en el arco en tensión es inevitable que salga disparada hacia el blanco.

Si cabe adjudicar inmovilismo al PP, cabe también exigir a los terceristas que concreten su propuesta. No basta con que hablen de tercera vía, o de federalismo asimétrico o de singularidad; o que, como Podemos, digan que aceptarán lo que diga el pueblo (sic). Unas elecciones trascendentales como las catalanas o las generales no se pueden afrontar con unos partidos incapaces de concretar sus proyectos de reforma constitucional. Que expliquen qué supone la singularidad, cuál debe ser el reparto de competencias y cuál la financiación. Ya basta de gobernar y predicar con las encuestas del CIS. La práctica democrática consiste en elegir entre propuestas diferenciadas, no en votar emocionalmente a los míos, que no sé que proponen más allá de inconcreciones que solamente se resolverán cuando ya estén en el gobierno. Que se retraten y podamos votar en conciencia.

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