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¿Dinamarca o Portugal?

Las promesas a los electores de los soberanistas catalanes incluyen a modo de futurible la semejanza del nuevo país en ciernes con Dinamarca, Holanda o Finlandia, pequeños estados más o menos comparables cuantitativamente con Cataluña. Éste es el señuelo atractivo del independentismo. Sucede sin embargo que el sector nacionalista hegemónico de la clase política catalana, que ha gobernado prácticamente durante toda la etapa democrática salvo el periodo del tripartito (2003-2010), ha demostrado una mediocridad innegable: ha sido incapaz de elevar Cataluña a la cabeza de las autonomías, de modernizar el país, de suplir las carencias que hubieran podido derivarse de la pertenencia al estado español, de innovar más que el resto de España, de situar sus instituciones a un nivel ético e intelectual superior. Además, esta misma clase política, sin duda dominada por la figura patriarcal de Jordi Pujol, se ha corrompido hasta extremos abominables, que no tienen nada que envidiar al grado de corrupción que ha habido en el estado español. Así las cosas, la promesa del horizonte danés resulta poco creíble. Porque es más bien probable que si Cataluña accediera a la independencia, y quedara por tanto fuera de las redes de solidaridad y protección de la Unión Europea, el país resultante se parecería más bien a Portugal o a Grecia. Dicho sea con todo el respeto a los esforzados portugueses y griegos, que hacen lo que pueden desde la periferia del continente y de la historia.

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