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Antonio Papell

27-S: ¿Cataluña fuera de control?

El economista Luis Garicano, ahora embarcado activamente en el proyecto de Ciudadanos, publicó el pasado domingo un artículo inquietante en el que afirmaba que "la campaña de Artur Mas está construida sobre una hábil contradicción: promete una declaración unilateral de independencia pero espera que sus votantes no se lo crean. Pero el votante debe tener claro que, tras las elecciones, las decisiones no dependerán de Mas. El president está en manos de sus más fervorosos compañeros de viaje, que si ganan las elecciones, no aceptarán un repentino parón".

Esta es la situación, en efecto: consciente o inconscientemente, Artur Mas y sus huestes están concibiendo las elecciones plebiscitarias como un nuevo instrumento de presión frente al Estado, al Gobierno, a Madrid. Ningún político con mínima experiencia puede pensar que en el supuesto de que la lista unitaria consiga la mayoría absoluta de los escaños del Parlament, una simple declaración unilateral de independencia puede provocar la ruptura, el desistimiento del Estado, la aceptación resignada por el Gobierno de la veleidad nacionalista, la independencia en una palabra.

Sin embargo, si se produce tal mayoría y si Mas es finalmente investido presidente de la Generalitat (no se olvide que va en cuarto lugar y que parece haber otras opiniones entre quienes integran la lista en cuestión), no va a tener opción de negociar nada con el Estado. Sus acompañantes, teóricamente más independentistas, con más solera y más radicales que él Esquerra Republicana fue fundada en 1931 y lleva desde entonces defendiendo lo que el pujolismo acaba ahora de improvisar, le forzarán a cumplir lo prometido, a seguir la delirante "hoja de ruta" que conduce? hacia el precipicio.

No es momento de cavilar sobre cuál será la reacción del Estado ante una insubordinación institucional de tanta gravedad cabe desde el recurso ante el Tribunal Constitucional a la suspensión de la autonomía en aplicación del artículo 153 de la Constitución pero sí puede darse por cierto que el proceso ideado por Mas (pero cada vez menos controlado por él) se estrellará y quedará reducido a ceniza, como ocurrió en su día con el plan Ibarretxe. Dejando detrás un gran vacío institucional.

Dicho de otro modo, si las elecciones plebiscitarias otorgan a los nacionalistas el resultado que esperan basta con que les vote el 25% del censo y con que la participación sea relativamente baja, no sólo no servirán para abrir un proceso negociador que saque al Gobierno de su inmovilidad sino al contrario: tal resultado bloqueará el conflicto porque Mas o quien presida la Generalitat en nombre de la lista única no tendrá la menor capacidad de maniobra: estará maniatado por sus propios compañeros de viaje, que no conmilitones. Porque el único denominador común que vincula a estas personas entre sí es la ruptura con España; en todo lo demás, hay una heterogeneidad manifiesta, que es reflejo de la diversidad social catalana. Pensar que Romeva, Junqueras y Mas pueden acordar fórmulas de gobernabilidad o incluso una estrategia de negociación con el Estado es una ilusión.

Ante este panorama, Madrid, que cambiará previsiblemente de tono después de las elecciones generales (el hecho de que no haya mayoría absoluta en el parlamento español será decisivo) no tendrá sin embargo margen para negociar con un antagonista tan complejo. Con lo que todos los desenlaces que se atisban son traumáticos. A menos, claro está, que la sociedad catalana salga espontáneamente del atolladero negando la confianza a quienes la han embarcado en un berenjenal que impide ver los problemas reales paro, desintegración, falta de horizontes que afectan directamente a la ciudadanía y que han quedado postergados por el delirio soberanista.

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