Diario de Mallorca

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Norberto Alcover

La tristeza escondida

Desde la ventana, sigo la pista a los cruceros que entran y salen de nuestro puerto. Moles inmensas, especie de ciudades marítimas que contienen infinidad de pasiones humanas en sus celdas perfectamente trazadas y que los convierten en colmena misteriosa, sobre todo cuando la luna riela en el mar. Ahí están, y sus gentes llenan la ciudad entre las quejas de los puritanos de turno y la satisfacción de los comerciantes siempre insaciables. No es que compren grandes cosas, pero sí compran muchísimas cositas en el baile de esa bisutería mínima que nos inunda y produce la sensación de que Loewe está en cualquier sitio. Pero es que los chinos sirven para todo, trabajadores a destajo como son, aunque cada vez menos. En fin, los cruceros sobre las aguas de nuestra bahía, majestuosos, casi como ballenas del capitán Akab. Los deseos humanos aparecen como arpones traicioneros.

Y paso ratos de relajo desde la ventana, hasta preguntarme por qué extraña razón la vida me ofrece a la contemplación tanta belleza de líneas y tanto disfrute de los viajeros, mientras en tantos lugares de esta misma tierra las embarcaciones contienen dolor y desesperación de hombres huyentes hacia donde sea, con tal de abandonar su propio caos. Inmigrantes de los que escribía ya hace una semana. Por qué esta dramática diferenciación de embarcaciones y de personas navegantes. Por qué esa injusticia distributiva de la misma vida, donde parece que felicidad e infelicidad están repartidas de manera tan absurda en función del lugar de nacimiento, como gran determinante del propio futuro. Nacer en Ruanda es un fracaso, pero nacer, pongamos, en nuestra España, a pesar de todas sus limitaciones, es un regalo impagable de la vida y de la providencia. Por qué suceden las cosas así. Y sobre todo, por qué oscura razón yo mismo estoy mirando por la ventana de mi habitación el espectáculo de los cruceros y a la vez pienso en quienes huyen en pateras o barcas desvencijadas. Y tal vez quedan en el fondo de nuestro Mediterráneo. Carezco de respuesta fiable. Y acabo por retirarme de la ventana y quedar en silencio. El silencio de la felicidad interrumpida.

Algo parecido me sucedía en El Salvador, cuando, sentado en algún barito del centro de aquella capital completamente desorganizada pero viva y viviente hasta la saciedad, contemplaba a la multitud ir y venir ante mí: una conjunción de entusiasmo casi perdido en nuestras calles y de pobreza ambiental que te aplanaba. Era el reino de las ventas de cualquier fruta imaginable sobre telas desgastadas y multicolores. Y sobre todas las frutas, los mangos ovalados y hermosos, que te llevabas a la boca como un tesoro culinario, sin necesidad de estrellas Michelin. Pero es que las vendedoras eran pobres de solemnidad, campesinas venidas de los alrededores de la capital para desembarcar en este mar capitalino de medio pelo, pero de algún pelo. Este universo venido a menos, y sin embargo lleno de vida urgente, chocaba con el de las urbanizaciones que rodeaban la ciudad, con sus muros inquietantes, sus guardias de seguridad con metralletas, sus cochazos yanquis saliendo de las puertas blindadas como exhalaciones de poder y de sueño inalcanzable. Cuando alguno de tales cochazos atravesaba la plaza de los mangos, se hacía un agobiante silencio. El silencio de la tristeza escondida.

También aquí, entre nosotros, sucede lo mismo. La pugna creciente entre empresarios y trabajadores en la red hotelera, es el equivalente de esta conjunción de riqueza y de pobreza que domina la estructura mundial, como una y otra vez dispara el Papa Francisco, entre nuestro católico silencio culpable. Cuestiones sexuales, sí, pero cuestiones económicas y sociales nada de nada. Esto del dinero no es de gente bien, esa gente a la que yo mismo pertenezco por motivaciones "vaya usted a saber", pero que carece de la tristeza escondida de los menesterosos. Claro está que los empresarios pagan taxativamente según lo legislado y hasta pactado con los sindicatos. Por supuesto. Pero una cosa es la "legalidad" y otra muy diferente la "eticidad", y desde un punto de vista creyente, la proclamada "fraternidad", que ahora nos ha dado por llamar "solidaridad", para no cogernos los dedos de la conciencia. No es lo mismo proceder "ante otro ser humano que ante un hermano". Hermano real. Hermano radicado en el solemne misterio de la divinidad encarnada.

A la vez que todo esto sucede, los cruceros, las clases sociales en El Salvador, el mundo hotelero en Palma, y tantísimas cosas parecidas en esta bola que rueda y rueda en el cosmos inabarcable, los mismos seres humanos damos muestras de esa fraternidad o solidaridad abrumadoras. Las asociaciones dedicadas a recoger bienes de todo tipo para hacerlos llegar al sector desesperado de los pobres desempleados, sobre todo de larga duración, incluso la misma administración estatal y autonómica, este grupo en aumento de ciudadanos responsables del bien común además del bien propio, son la punta de lanza del futuro y quiero creer que nos representan a muchos de nosotros. Ellos rompen el círculo vicioso del lujo agresor y comienzan a perforar el agujero de un posible camino para los menospreciados? incluso legalmente. No es que lo solucionen todo de todo, pero están ahí, diciéndole a la pobre gente que tal vez un día se suban a un crucero, dejen de alimentarse de mangos o cobren una paga justa por su trabajo hotelero. Alimentan algunos sueños. Mientras tantos otros y otras callamos. O nos limitamos a escribir. Una tarea necesaria pero que no nos rompe el espinazo y hasta nos regala crédito ciudadano. Fíjese usted.

Cuando acabe estas líneas, casi las trece horas de un día más fresquito que los anteriores, me apoyaré en la ventana y contemplaré el mar, mi mar, nuestro mar. Tantísima belleza como nos ha sido regalada y apenas agradecemos. En el puerto, esta mañana había tres cruceros, plantados como nuevas catedrales. Supongo que no marcharon porque no escuché sus roncas sirenas. Los miraré un rato largo, un tanto relampagueantes al sol, me sentiré feliz de vivir en donde vivo y como vivo. Pero no podré evitar sentir en mis carnes la tristeza escondida de los parias de la sociedad, que en todo caso hunden sus vidas en el Mediterráneo, roto el sueño del Estado de bienestar. Qué vergüenza.

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