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El amigo alemán

Amediados de los años setenta, estuve un mes seguido durmiendo con un alemán llamado Klaus. Ya sé que esta confesión hará las delicias de ciertos amigos y afilará los colmillos de mis enemigos. Pero en esta vida, ay, nada es lo que parece. Los hechos ocurrieron en Siena, ciudad a la que nuestros padres nos habían enviado a pasar el verano con la esperanza de que sentáramos la cabeza. Instalados en una casa particular, bajo la modalidad de bed and breakfast, asistíamos por la mañana a la universidad y el resto del tiempo quedábamos libres. Aparentemente no era un mal plan, pero al segundo día la cosa empezó a torcerse sin remedio. Aquel día infausto, poco antes del alba, me desperté inquieto a causa de unos ruidos sospechosos procedentes de la cama de Klaus. Al principio creí que estaba consumando alguna porquería onanista, pero era mucho peor. Estaba haciendo gimnasia. Y lo hacía con tanto ardor que comprendí que ya no íbamos a ser amigos. Entonces me juré que Klaus nunca más volvería a turbarme con sus ejercicios gimnásticos.

¿Puedo afirmar que mi compañero era malo, inculto o insensible? En absoluto. Se pasaba toda la mañana en clase, justo cuando yo huía como un pájaro por las callejuelas medievales; luego visitaba los edificios históricos, los museos y las iglesias. A menudo nos cruzábamos en la puerta: él saliendo, yo entrando. Nuestras tardes transcurrían así, quemando las horas. Pero poco antes de la cena él desaparecía como un fantasma. A partir de ese momento, yo me largaba de trattorias con mis amigos, luego íbamos a la enoteca de la Fortezza Medicea a beber como cosacos, y por último un servidor cogía su flauta travesera y me sumaba en plan espontáneo a cualquier orquestina de barrio. Mi preferida era Gli Etruschi. Generalmente me acompañaba una libanesa llamada Dinah, de ojos tan negros y asesinos como la noche. Justo antes de la salida del sol, tenía lugar mi regreso triunfal al cuarto de Klaus. Entraba a la española borracho, drogado y satisfecho, y sin el menor respeto por los buenos modales. De este modo el golpe de la puerta se convirtió en el nuevo despertador del compañero alemán. Mientras yo me derrumbaba en la cama, él ponía a tono todos sus músculos. Pero yo ya me hallaba en brazos de Morfeo, iniciando una jornada en la que él sin duda tenía cosas más importantes que hacer.

Tras aquel verano de vidas separadas no volví a ver Klaus. Pero me lo he encontrado a veces en muchos de sus compatriotas. Y más en estos últimos tiempos. Siguen siendo pulcros, sensibles y ordenados. Pero está claro que no son como nosotros. Ni de coña. En su cerebro suele haber una agenda, y en su corazón palpita un cronómetro. Es probable que si Klaus y yo hubiéramos dormido juntos, habríamos ajustado horarios y nos habríamos entendido para siempre. Pero se perdió una gran ocasión para forjar la nueva Europa. Y aquellos polvos imposibles han traído ahora estos lodos en los que chapoteamos todos.

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