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Lección europea

Como ciudadana de "S", es decir, de la "S" de "PIGS", he de decir que la Unión Europea me parece un gran invento. Y, últimamente, con una veta pedagógica de la que nos beneficiamos todos, la Unión en general y los compañeros de acrónimo en particular, pues los habitantes de "P", "I", "S" y, claro está, "G", hemos recibido no hace mucho una instructiva lección. Imagine por un momento a unos parientes lejanos más bajitos, más feos y, sobre todo, más pobres. Tienen costumbres pintorescas, son ruidosos y van bastante a su bola; en alguna esporádica reunión familiar -en verano, casi siempre- a usted le hace gracia verlos, e incluso se digna probar los comistrajos de los que ellos tanto se enorgullecen, pero luego, cada uno a su casa y Dios a la de todos. No dudan en reciclar lo que usted no quiere -esa ropa de temporadas pasadas, los artilugios obsoletos-, y en las pocas ocasiones en que vienen de visita, se quedan boquiabiertos ante el brillo de su casa y demuestran una admiración sin límite por sus logros, admiración que usted recibe con la sonrisa de quien lo merece. Porque sabe que es el modelo en el que ellos se miran, pero que difícilmente alcanzarán.

Alguna vez usted les presta dinero, que ellos van devolviendo como pueden y que usted recupera también de otras maneras. Sobra decir que las estancias veraniegas en casa de ellos le salen casi gratis, y que, además, tiene asegurado su eterno agradecimiento con venderles género de sus fábricas e inundarlos de productos que ellos, encantados, compran con veneración, pues creen como artículo de fe que todo lo que procede de usted es superior. Asimismo, ellos le confían sus finanzas, una minucia que usted, magnánimo, acepta gestionar y que, por detrás de las cortinas, utiliza para enjugar algún que otro negociejo del que no se habla. Eso sí: nunca olvida recordarles sus préstamos y no perdona ocasión de sermonearlos, diciéndoles que viven muy mal, que son unos vagos y que tienen que enderezarse si quieren parecerse a usted.

Un buen día, hace algunos años, usted, emborrachado de sol, los invitó a vivir a su misma urbanización; ellos, felices, aceptaron sin dudar. Pero la cuota comunitaria no es para pobretones y aumentaron los préstamos, que ellos empezaron a no poder pagar según usted quería. Vinieron las malas caras, las imposiciones, el nerviosismo. Uno de ellos intentó plantarse y dijo que debían renegociar las condiciones. Poco después agachaba la cabeza ante la amenaza de ser expulsado de la urbanización: ese edén donde todo es seriedad y honradez, donde las reglas son inamovibles y donde los cerdos nunca olvidan cuál es su lugar dentro del orden establecido. Hoy los parientes pobres siguen allí, trampeando pero felices de compartir zonas comunes con usted. Y usted, como siempre, tranquilo: pasarán por todo. ¿Acaso duda alguien de que se sienten unos privilegiados?

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