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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Sanidad pública

Durante los últimos quince días he hecho un máster en Sanidad Pública. Por culpa de una apendicitis perforada, me he pasado dos semanas hospitalizado en la planta de cirugía digestiva de un hospital público. Los primeros días, cuando los médicos no atinaban a encontrar lo que tenía, fueron horribles, o incluso peor que horribles. De la última semana no tengo queja alguna, y hasta puedo decir que algún día llegué a pasármelo bien, o al menos no tuve ningún motivo para quejarme. La vida en un hospital público es muy dura -casi no duermes, los ruidos son insoportables, las visitas ajenas que irrumpen en tu habitación compartida son un incordio, y te sientes encarcelado y maltratado y sometido a una injusticia cruel que no consigues explicarte-, pero a medida que vas sintiéndote mejor te das cuenta de lo bien tratado que estás y hasta te sientes agradecido por lo que están haciendo por ti. Puede parecer un disparate, pero es así.

En estos últimos años he oído todo tipo de estupideces sobre el estado de nuestra sanidad pública -que había sido desmantelada por los recortes, que la habían degradado a un nivel tercermundista y cosas por el estilo-, pero mi modesta experiencia personal me ha demostrado que nada de eso es verdad. Es cierto que los médicos y todo el personal sanitario han sido maltratados por los recortes, ya que muchos cobran salarios indignos o vergonzosos, pero nuestra sanidad pública ha resistido, y el mérito se debe a la actitud heroica con que muchos de esos médicos y sanitarios han seguido haciendo su trabajo. En los doce días que estuve ingresado, y además en medio de una terrible ola de calor, no vi ni un mal gesto, ni un grito, ni un desplante por parte de los médicos y sanitarios, sino todo lo contrario: amabilidad, respeto, afecto e incluso cariño hacia los pobres diablos que estábamos hospitalizados allí. Y lo digo porque estar enfermo es la máxima afrenta que se puede cometer en esta sociedad narcisista de los selfies y del culto a la salud y a la juventud. ¿Quién querría hacerse un selfie con el aspecto demacrado y la mirada aterrorizada que se te pone cuando te meten en el túnel de los TAC? ¿Quién querría colgar en su cuenta de Instagram su imagen de enfermo que avanza a duras penas por el pasillo del hospital arrastrando la sonda? ¿Quién querría comunicar al mundo a través de Facebook que, oh, maravilla, le han detectado un apéndice cecal engrosado (diámetro 10 mm) con cambios inflamatorios periapendiculares de los tejidos adyacentes? No nos engañemos, hay que estar zumbado para hacer algo así.

Pero aun así, insisto, la experiencia no ha sido tan mala como me imaginaba. Y por supuesto que he tenido que pasar momentos muy duros. A veces, cuando tenía fiebre alta, abría los ojos y veía que mi habitación había sido invadida por una familia numerosa que parecía un extraño cruce entre la de "Modern Family" y la familia Adams, y que había acudido a visitar a un pariente que se iba a operar de algo. Un día llegué a contar siete personas en la habitación, y me temo que no eran un delirio febril sino siete seres humanos racionales que no habían tenido ningún escrúpulo en irrumpir en una habitación de hospital para saludar a un pariente. ¿No eran conscientes del daño que estaban haciendo a los demás enfermos? ¿No se daban cuenta de su pésima educación? Por supuesto que no. Para esa gente, no haber acudido a saludar a su pariente hubiera sido una muestra intolerable de frialdad o desapego. Estas cosas, según me han contado, no ocurren en la fría Alemania ni en la frígida Dinamarca, donde los hospitales son lugares tranquilos y silenciosos, pero aquí somos como somos, y supongo que contra estos hábitos y estas tradiciones familiares no hay nada que hacer.

Y un último comentario sobre los recortes. En la habitación contigua a la mía había un paciente que tenía cinco cánceres distintos. Le quedaba muy poco de vida y él lo sabía, pero se había hecho cristiano evangélico y no le temía a la muerte. Por las noches, cuando íbamos a charlar un rato con él, aquel hombre nos hablaba de su vida fuera del hospital y de las cosas que había hecho antes de caer enfermo, pero al final siempre acababa volviendo a sus tumores y a sus tratamientos. "Ya sé lo que me espera, pero estoy preparado", nos decía incorporándose en la cama, como si quisiera ratificar sus palabras con un gesto incontestable, y luego volvía a hablar de sus hijos o de su chalet en la playa o del bar donde le gustaba tomarse una cervecita. El día que me dieron el alta fui a despedirme de él, pero cuando llegué no lo vi en la habitación, y me explicaron que se lo ha-bían llevado a otro centro hospitalario a hacerle un nuevo tratamiento. Todo el mundo sabía que aquel hombre estaba condenado, pero al menos nuestra sanidad pública hacía todo lo posible para hacerle la vida lo más llevadera posible. Se mire como se mire, un sistema sanitario que hace estas cosas está muy lejos de ser el desastre sin paliativos que nuestros charlatanes y nuestros apocalípticos nos dicen que tenemos. Y por fortuna no es así.

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