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Antonio Papell

El fin del contrato social

Recordaba recientemente Joaquín Estefania en un brillante artículo sobre las últimas tendencias políticas que la gran crisis económica ha supuesto "una extraordinaria transferencia de riqueza y de poder desde el mundo del trabajo al del capital". Y pese a ello, asombrosamente, "los responsables del colapso han logrado alterar la agenda política: allí donde había irregularidades financieras y responsabilidades bancarias, hoy hay deuda pública y fuertes recortes del Estado de bienestar; en lugar de discutir medidas para superar la depresión los Gobiernos, de cualquier signo ideológico, han competido en el recorte de gastos y servicios públicos, y en la devaluación de salarios. Mediante un asombroso juego de manos han convencido a parte de la opinión pública de que la verdadera crisis no son los estragos que la quiebra de las leyes del libre mercado y del riesgo moral (las gigantescas ayudas al sistema financiero y a diversos sectores empresariales) han causado en el empleo y en los niveles de vida, sino en el incremento de la deuda pública en la que han incurrido los Gobiernos para pagar dicha quiebra".

Este colosal engaño, que está bien a la vista, se ha traducido en realidad en una ruptura del pacto social, del consenso socialdemócrata que rigió tras la segunda guerra mundial y que consistía en la aceptación universal del sistema capitalista, es decir, de la existencia de una sociedad dual de capitalistas potentados y asalariados modestos con la única condición de que éstos, para renunciar a cualquier tentativa de subvertir el orden establecido, tenían asegurado el disfrute de un estado de bienestar aceptable, en forma de un nivel de vida discreto, unos servicios públicos garantizados y una seguridad personal y familiar que evitase cualquier zozobra.

Hoy es bien patente que ese pacto social se ha roto. Por no mirar más que al escenario español, está bien a la vista que las principales ayudas públicas a las víctimas del gran crash han ido precisamente a salvar al sistema financiero (ya se conoce el argumento: sin bancos no habría recuperación posible). Y sin embargo el socorro a los seis millones de desempleados (un número que felizmente ha comenzado a descender pero que todavía es brutalmente elevado) se administra con cicatería, y se deja caer en la indigencia a los parados de larga duración que han agotado el derecho al subsidio (la cobertura del desempleo decrece constantemente a medida que caducan los derechos con el paso del tiempo y ya está bien poco por encima del 50%). Y mientras tanto, se bajan los impuestos con el argumento de que así se estimula el crecimiento, sin adoptar medidas de emergencia encaminadas a redimir a todo un estrato social que se encuentra en riesgo de pobreza que ha adquirido una dimensión inaceptable.

Los sindicatos, laminados por esa lógica y últimamente desacreditados por episodios de corrupción, no pueden actuar como contrapeso de este escoramiento social producido por la ruptura del contrato fundacional. Y mientras las crisis son aprovechadas para laminar sin contemplaciones los últimos derechos sociales, se publicita convenientemente la vuelta al crecimiento económico tras el brutal plan de estabilización, sin matizar que las grandes cifras que anuncian el fin de la doble recesión no describen en absoluto la postración que todavía sufren varios millones de excluidos, que ni trabajan ni reciben prestaciones ni tienen expectativas de salir del pozo porque las políticas activas de reinserción social y de formación son escasas e ineficaces. En estas circunstancias, lo extraño es que la reacción política tras la crisis no haya sido más potente y se haya limitado a introducir algunos actores nuevos en el sistema de partidos.

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