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Columnata abierta

El jardín del San Domenico

Hace unos años, sentado al sol en el claustro del convento de Santa Clara en Nápoles, cerré los ojos y vi a Sofía Loren vestida de monja caminando hacia mi. Los milagros existen, pero aquella vez no pudo ser y unos segundos más tarde ya no estaba. Seguramente desapareció tan rápido para llegar a tiempo al rezo, tarea que ocupa mucho tiempo en aquel lugar de recogimiento. Ahora la he vuelto a buscar en otro convento de vida no tan estricta que la diva italiana visitó a menudo. Uno presiente que el San Domenico de Taormina no siempre fue un hotel porque la anchura de sus pasillos triplica al de las habitaciones, que en su día eran las antiguas celdas para el descanso de las hermanas. Cuando en el siglo XV levantaron este convento, quizá intuyeron la crisis de vocaciones religiosas del final del milenio. En previsión de usos más mundanos emplazaron un bellísimo jardín colgado sobre la bahía de Naxos, en el noreste de Sicilia. Allí hay un banco rodeado de jazmín y buganvilla que mira hacia el Etna. Cerré los ojos y busqué a Sofía, de nuevo sin éxito. Pero allí encontré a otra mucha gente.

Vi a Jean Cocteau sentado en el banco de al lado, cogido de la mano de Jean Marais, el actor francés que fue su pareja más estable y que lo acompañó hasta su muerte en 1963. La obra literaria de Cocteau escandalizó durante décadas a media Europa, mientras el poeta daba cuenta en vida de varias plantaciones de opio. Aunque el gran hotel de los actores en Taormina es el Timeo -y también el que prefería Andre Gide, otro provocador al que sólo limitaba el buen gusto- Cocteau escogía alojarse en el San Domenico cuando invitaban a Marais al festival de cine. Quizá Cocteau y Marais, de manera involuntaria, seguían los pasos de Oscar Wilde, que años atrás se alojó muy cerca de allí en una casa encaramada en la ladera del monte Tauro, dejando una escandalosa leyenda de provocaciones en un pequeño pueblo siciliano a finales del XIX.

En otra villa a las afueras de Taormina pasaba casi a escondidas las primaveras Greta Garbo bajo el pseudónimo de Harriet Brown. Como André Gide, que declaró abiertamente su homosexualidad después de veintitrés años de matrimonio con una prima, la Garbo cultivó una calculada ambigüedad sexual tras una vida de misterio fuera de los focos mediáticos. La antítesis a ese retiro discreto lo encarnaba otra ilustre huésped habitual del San Domenico, Marlene Dietrich. Me crucé al ángel azul, frío y distante, paseando por el jardín del convento, y recordé que su enemistad con Greta Garbo les llevó a arrebatarse mutuamente varias novias, muchas de las cuales frecuentaban el santuario sáfico que Natalie Barney tenía montado en la rue Jacob de París, disfrazado de salón literario. Isadora Duncan, Dolly Wilde, Alla Nazimova, Mercedes de Acosta fueron amigas, amantes o ambas cosas de la escritora norteamericana que desde 1900 publicaba con su propio nombre poemas de amor dedicados a la mujer.

Este impresionante historial de visitantes homosexuales en el San Domenico se ha logrado sin necesidad de ninguna discriminación. Ni siquiera hubo que declararlo como hotel gay friendly. Había convivencia, armonía, inteligencia y sobre todo respeto entre personas de diferente condición sexual. Vi a heterosexuales como Liz Taylor y Richard Burton, discutiendo y besándose en la barra del bar, a Tennessee Williams leyendo el periódico y apurando un bourbon de buena mañana, y a Ingrid Bergman esperando en la recepción del hotel al coqueto Cary Grant para salir a tomar una copa en la terraza del Wünderbar. Sólo dio la nota Truman Capote, borracho y poniéndose grosero con algunas señoras, hasta que Peter Ustinov le soltó dos bofetones en mitad del comedor. A toda esta gente, homos, heteros y bisexuales, los vi en el San Domenico con los ojos cerrados.

Pero al abrirlos he visto en los periódicos y en las televisiones la galería de imágenes que nos deja la semana del Orgullo Gay en nuestro país. He visto desfilar a hombres sodomizando la imagen de Cristo, a mujeres lamiendo el sexo de una virgen con las piernas abiertas, y a un coro de querubines practicando felaciones colectivas. Es cierto que en la Iglesia Católica permanecen ancladas ciertas actitudes propias de la Edad Media, pero eso no justifica que algunos consideren que el respeto por las creencias de los demás es algo parecido a vestir con chaqueta y corbata, que a veces procede, y a veces no. Jamás he tenido prejuicios frente a la homosexualidad. Y al contrario que otros, con los años me voy volviendo inmune al escándalo. En lo que sí noto que me estoy haciendo mayor es en mi creciente aversión al mal gusto, venga de donde venga. Y lugares como el San Domenico no contribuyen a mejorar mi tolerancia frente a la zafiedad.

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