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Antonio Papell

PP: una imagen devastada

La corrupción, que ha afectado en esta legislatura a los dos grandes partidos pero que ha arrollado sobre todo al PP en su propia organización y en muchas de las instituciones en que ha gobernado la concentración de poder popular hasta las últimas elecciones municipales y autonómicas no tenía precedentes en la etapa democrática ha marcado profundamente la imagen de marca de la formación gubernamental. El caso Bárcenas, el caso Correa y el caso Púnica forman una constelación indecente que, junto al conjunto de episodios semejantes, no sólo ha afectado al partido que ha protagonizado esta secuencia de escándalos sino que ha contribuido grandemente a fomentar la desafección de la ciudadanía con respecto a su clase política.

Con todo, este problema, que también ha deteriorado el crédito del PSOE con los graves escándalos andaluces, está relativamente amortizado, y ya ha dado lugar a un cambio explícito del sistema de representación, con el surgimiento de los "nuevos partidos", en perjuicio de las grandes formaciones. No quiere decirse que lo ocurrido no vaya a tener consecuencias sino que la opinión pública comienza a creer que se han establecido los mecanismos y los controles necesarios para que la corrupción se reduzca a niveles soportables.

Sin embargo, desde el punto de vista de la proyección pública y de las perspectivas electorales, el PP se aproxima a la cita de finales de año con la imagen sencillamente devastada. Las dos leyes represivas porque modulan la capacidad represora del Estado que acaban de entrar en vigor, la de seguridad ciudadana y la reforma del Código Penal, muestran un rostro duro, hosco, cargado de desconfianza hacia la ciudadanía, dispuesto a controlar la espontaneidad social hasta las últimas consecuencias. El rostro que le han puesto a este Gobierno dos personajes singularmente escorados a estribor, Fernández Díaz y Ruiz Gallardón.

Tras los pacíficos sucesos del 15M, que están en la médula del gran cambio político y que provocaron el surgimiento de las nuevas organizaciones, es poco inteligente reformar toda la legislación relativa al orden público para limitar los derechos de expresión y de manifestación hasta los confines que la Constitución permite, e incluso según algunos hasta más allá de esos límites. La ley de seguridad ciudadana, tildada de "ley mordaza" por la oposición, era absolutamente innecesaria, toda vez que no ha existido demanda social alguna de mayor dureza en la aplicación de las fuerzas de seguridad a la tarea de preservar la paz civil.

La reforma del Código Penal requiere un análisis más sutil porque algunos aspectos de la mudanza, que afecta a casi la mitad de los artículos de la norma, son apropiados y positivos, como los referentes a la corrupción. Sin embargo, la introducción también innecesaria de la figura de la prisión permanente revisable, manifiestamente inconstitucional según opiniones jurídicas muy cualificadas, deforma el conjunto y reduce la reforma a sus aspectos más negativos.

Rajoy, legítimamente, insiste en enfatizar los méritos del Gobierno en la gestión económica, en la salida de la crisis, en la paulatina recuperación del empleo y en la posibilidad de bajar impuestos a medida que mejora la recaudación con el incremento de la actividad. Pero es muy dudoso que ese solo argumento pueda contrarrestar el déficit político de un mandato en que la sociedad se ha sentido abrumada por una mayoría absoluta exorbitante que, absurdamente, ha ido generando normas faltas de consenso que están indefectiblemente condenadas a ser derogadas, si es que realmente llegan a entrar en vigor. La voluntad de Rajoy de llevar hasta el final la legislatura permitirá quizá una más profunda percepción económica pero no mejorará la percepción política si no se hace a toda prisa algún improbable alarde de sensibilidad.

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