Los ciudadanos eligieron un gobierno de Syriza, corriendo un riesgo consciente, para que los audaces radicales obraran el prodigio: la permanencia de Grecia en la Eurozona con los menores sacrificios adicionales posibles de una sociedad ya muy golpeada por años de recesión. En un cierto momento, pareció que Tsipras y Varoufakis conseguirían el milagro. Un milagro que no sería fácil y que en cualquier caso provocaría disensiones internas en Syriza, en la sociedad griega, en la propia Unión Europea. Sin embargo, cuando parecía que el rifirrafe estaba a punto de decantar, los dirigentes griegos tuvieron vértigo y optaron por trasladar la gran carga de la decisión última a la sociedad griega. Esta transferencia de responsabilidad no es razonable. La democracia directa no resuelve lo que la democracia parlamentaria enmaraña. Lo valiente y democrático hubiera sido que Tsipras y los suyos, ejerciendo la soberanía que sus ciudadanos habían depositado en ellos, se hubiesen decantado por una solución. El populismo ha jugado esta vez una mala pasada a una ciudadanía que se ha visto atrapada en una trampa dominada por la incompetencia.
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