Diario de Mallorca

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Comparto con los ultraliberales la idea de que cada ciudadano tiene el derecho a tomar sus propias decisiones sin que nadie pueda interferir en ellas. Pero, como a pocos se les escapa, eso puede llevar a un conflicto. Lo hará si la decisión que tomo yo afecta a otro. Si le impide, a su vez, decidir libremente y no digamos ya nada si mi decisión soberana le mata.

Por lo general el debate acerca de los límites de la libertad personal se mantiene en el terreno académico paro a veces sale de esa jaula de oro para instalarse en el mundo de verdad. Así acaba de suceder con la muerte del niño de Olot infectado por la difteria a causa de un patógeno, claro es, pero con la culpa asociada de sus padres que se negaron a vacunarle. Los militantes contra las vacunas hacen uso de su derecho a la libertad lo esgrimen con orgullo para oponerse a las vacunas. En España tenemos el calendario vacunal obligatorio, que existe en todas las comunidades autónomas aunque no sea el mismo para todas ellas porque el organismo que habría de velar porque así fuera, el Consejo interterritorial de salud, no funciona. Pero incluso si, como sostiene el sentido común, el calendario de las vacunas tuviese unos mínimos iguales para todos, de poco serviría. Cuando unos padres deciden dejar a su hijo sin vacunar, así se queda. Lo de "obligatorio" es una pura fórmula vacía en la medida en que no existe ningún mecanismo previsto para hacerlo efectivo.

La vacuna triple bacteriana, que protege contra tifus, difteria y tétanos, entra en el calendario obligatorio. Pero el niño de Olot no recibió esa protección. Si los padres pertenecen a un grupo antivacunas, o se dejan influir por él, sus hijos quedarán expuestos a ciertas enfermedades víricas o bacterianas. Lo normal es que no suceda nada pero el niño en cuestión ha muerto. Y los padres dicen ahora que los antivacunas les engañaron. ¿Hay que compadecerse de ellos? Por supuesto. Pero no he leído que ni ellos ni quienes les engañaron hayan sido acusados de delito y llevados ante el juez.

Ahí aparece el problema real: que alguien, engañado o no, pueda oponerse a que sus hijos se vacunen sin que pase nada. El drama de la muerte durará toda su vida y ése parece castigo suficiente en términos religiosos o filosóficos. Pero no lo es porque no evita el riesgo. La verdadera cuestión no está en el conflicto entre el niño amenazado y sus padres, militantes contra las vacunas. El riesgo mayor es el de una pandemia: quienes rodean al enfermo estando vacunados no padecerán la enfermedad pero transmitirán el germen. El consejero catalán de Salud se ha negado a entrar en el debate de si las vacunas deberían ser obligatorias en serio, optando por la pedagogía buenista para convencer a todos. Está claro que de poco sirve como garante algo que se deja a la libre voluntad. Hay razones no sólo científicas sino también filosóficas y jurídicas para imponer por la fuerza las vacunas. Las de quienes entran en riesgo de muerte porque a sus padres les engañan.

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