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José Carlos Llop

Salter en España: una guía

Si exceptúo a Mauricio Bach en los años que publiqué en Destino, nunca he tenido editores españoles de narrativa y no hablo de quienes dirigen editoriales extranjeras donde se hayan traducido mis libros a otras lenguas. Hablo de editores que trabajan en España: Mario Muchnik es argentino; Anik Lapointe, canadiense; y mi editora actual, Pilar Reyes, colombiana. A cada uno de ellos les debo una parte de lo que soy como novelista: cuanto menos, la confianza, las sugerencias y su apuesta por mis libros. Pero este artículo no trata de eso, sino de James Salter, ese escritor de escritores, como afirmaba su necrológica del sábado, 20, en The New York Times. Tratándose de James Salter, se trata -de ahí mi comienzo- de Anik Lapointe, su introductora en España, como lo sería después -introductora y editora- de la literatura de su compatriota Alice Munro cuando, aquí, apenas la conocía nadie.

Anik publicó a Salter mientras estaba en Muchnik Editores entre finales de siglo pasado y principios de éste. Años luz fue la deslumbrante inauguración y le siguieron Juego y distracción y los relatos de Anochecer, dos libros que ella -si no recuerdo mal- propuso contratar antes de marcharse a dirigir la sección literaria de RBA y de los que se cuidó Juan Milà. Si repaso las fechas los tres se publicaron entre 1999 y 2002. Su eco fue escaso. Nada raro, por otra parte; nada que no hubiera ocurrido incluso en su país natal, los Estados Unidos, con la excepción francesa. En Francia, Salter estaba muy bien considerado desde mediados de los noventa.

Hace diez años, Salamandra publicó los maravillosos relatos de La última noche, también de la impecable mano de Juan Milà, que había cambiado Muchnik por la editorial de Sigrid Kraus. Hasta ese momento y pese a la edición de Años luz -su mejor novela, defectuosamente traducida- y los otros dos mencionados, Salter continuaba siendo un desconocido en España. Ni los escritores lo citaban y he de suponer que eso era porque no lo leían, o no lo habían descubierto aún, excepción hecha de Jacinto Antón, por la etapa salteriana de piloto de caza en la guerra de Corea y su amistad con Anik.

En 2006, fui invitado junto a Agustín Fernández-Mallo -que acababa de publicar el primer volumen de su Proyecto Nocilla- a un programa de TVE que dirigía Javier Rioyo. Al final de ese programa había que recomendar dos libros recién publicados y yo recomendé La última noche de Salter y Estambul de Pamuk. Ninguno había pasado aún de su primera edición y eran libros balbuceantes en el mercado libresco. Lo digo porque más tarde acabaron convirtiéndose -especialmente, Pamuk- en cohetes supersónicos. Quizá exagero; quizá La última noche en lo que se convirtió fue en un buen deportivo con asientos de piel, pero el boca-oreja de sus lectores funcionó y llovieron las buenas críticas. Recuerdo que pensé en lo injusto, una vez más, de estas cosas. Que una novela como Años luz hubiera pasado desapercibida -que pasó- o que tanto Juego y distracción -con ese gran capítulo de la fiesta, que nada tiene que envidiar a Desayuno en Tiffany´s-, como los relatos de Anochecer, flotaran en el limbo lector, indicaban una vez más que llegar primero -lo digo por Anik- no sirve de mucho. O sí: para soportar con una sonrisa en los labios que otros aparenten, años después, que fueron ellos.

A partir de la publicación de James Salter en Salamandra todo cambió. Desconozco cifras de lectores, pero tanto por la frecuencia en ser citado como por las entrevistas con Alfonso Armada -que fue, junto con Rodrigo Fresán (quien todo lo sabe de literatura norteamericana) de los primeros en interesarse por él- y las de Eduardo Lago como síntoma, a Salter le ha ocurrido en España -salvando las distancias- lo que años atrás le ocurrió en Francia: es un autor de culto que, además, se vende más o menos bien y obtiene buenas y extensas críticas en suplementos y revistas. Quien todavía no lo haya leído, no dude en hacerlo. Eso, si la sutilidad, el refinamiento y la sensualidad para observar la vida -y la mezcla de joie de vivre y desolación fría que laten por debajo- le interesan.

Pero con Todo lo que hay pasó algo distinto. Ocurrió que era, antes de editarse, un libro esperadísimo, uno de esos libros de los que escritores y periodistas hablan y celebran: James Salter, a sus ochenta y pico, había escrito otra novela. La primera después de veinte años de silencio novelístico, que no narrativo o memorialístico. Tanto la intelligentsia neoyorquina como sus expatriados europeos la festejaron, esperándola. Me contó Enrique Juncosa, de paso entonces por Nueva York, cómo en una cena donde estaban, entre otros, Martin Amis, Isabel Fonseca, James Fenton y Teju Cole, se habló bastante de Salter y su nueva novela. Bueno, de Salter y de la revalorización inmobiliaria de Harlem. Susan Sontag -fallecida hace años- había sido la primera en advertirlo: ´Salter es un escritor especialmente grato para quienes conciben la lectura como intenso placer. Está entre los pocos autores norteamericanos de quienes quiero leerlo todo y espero con impaciencia sus nuevas obras´. Esto fue lo que ocurrió, al fin, en su propio país con Todo lo que hay. Y quizá, sólo quizá, eso también fue lo que le permitió morir en él con una sonrisa distinta a los 90 años de edad. Digo distinta, porque las importantes de verdad las tuvo todas viviendo como lo hizo.

Pero vuelvo al principio, es decir, a Anik Lapointe, sin la cual en España no se sabría o se habría tardado en saber, quién es James Salter. Escritor de escritores y escritor para escritores, Salter no es sólo eso. Anik siempre lo supo y lo acompañó en sus pasos por nuestro país, junto a Juan Milà. Luego, al cambiar de editorial, Anik no calló: continuó hablando con cariño de Salter y con respeto de su literatura y ésta ha sido una de nuestras complicidades menores, esas que permiten bromear ante la impostura de quienes al descubrir a un autor se erigen en el Livingstone de turno, silenciando a quienes ya estaban ahí antes que él. Cosas que también a Salter, imagino, le producirían risa. Pero mejor imaginarlo viajando hace años en coche por Francia o -como contaba Jordá, traductor de Todo lo hay, hace unos días- bañándose en las aguas de Bridgehampton. O mejor aún: en la felicidad de la escritura, aún a sabiendas de que nada muy distinto de lo ocurrido hasta entonces iba a pasar cuando esas nuevas páginas se hicieran públicas.

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