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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Banderita, tú eres roja; banderita, tú eres gualda

LLevas sangre, llevas oro en el fondo de tu alma./ El día que yo me muera, si estoy lejos de mi patria,/ sólo quiero que me cubran con la bandera de España". Son estrofas del pasodoble de la revista estrenada el 31 de octubre de 1919. Música del maestro Francisco Alonso (Gran Cruz de Alfonso XII) y libreto de Enrique Paradas y Joaquín Jiménez. Bandera española desde 1785. También de la primera república española. Bandera cinemascópica de la proclamación de Pedro Sánchez como candidato del PSOE a la presidencia del gobierno. Como si fuera la de su proclamación como candidato a presidir España. A semejanza de la escenificación de la de Obama con las barras y estrellas de fondo y besando a Begoña a imitación de Michelle. Con ninguna pasión y 21gramos de impostura. Digo impostura porque en EE UU se elige a una persona para presidir la nación. La eligen indirectamente los ciudadanos a través de los compromisarios de un sistema presidencialista. Aquí el candidato es elegido indirectamente por los diputados elegidos en listas partidarias bloqueadas y cerradas de un sistema de monarquía parlamentaria. No es sutil la diferencia. Es la hipertrofia de una práctica desarrollada desde los inicios por todos los gobiernos de la democracia.

¿El porqué de la extrañeza? La potencia del símbolo más allá de su significación estrictamente legal. Lo que da significado a un símbolo no es un texto legal sino su propio peso en el imaginario emocional colectivo. La bandera roja y gualda está inexorablemente unida al nacionalismo español representado por la España de la dictadura de los vencedores de la Guerra Civil. La bandera republicana al bando de los vencidos. Hasta no hace nada se atribuía al portador de una bandera española como pulserita o como adorno del reloj la condición de facha. No sólo desde la extrema izquierda; también desde las bases del PSOE se acusaba al PP de utilizar partidistamente un símbolo de todos. Vivir para ver. Nos guste o no, la Guerra Civil, un icono mundial del siglo XX, sigue presente entre nosotros y sigue dividiendo emocionalmente a la ciudadanía. Algunos dirán que es debido a que no se han recuperado los cadáveres de las fosas y que no se ha homenajeado a los asesinados de un bando mientras el régimen franquista enalteció a los suyos. Es una explicación. Parcial. En EE UU aún son perceptibles las heridas de su guerra civil (mucho más lejana en el tiempo), como se ha demostrado por los asesinatos en la iglesia de Charleston de la pasada semana. Éste (el nuestro) es un país cainita, de crueldad atroz con hombres y animales, de odios atávicos, como se puede comprobar cuando una candidata del PP, hoy alcaldesa, examinada por Aguirre, manifiesta no ser una perra judía; o como el regidor de Ada Colau que exhibe el odio en su puño cerrado. Lógicamente, la esquizofrenia simbólica se manifiesta en la izquierda, no en la derecha, cuyo símbolo sentimental coincide con el símbolo constitucional. Con especial crudeza entre los socialistas, que se ven obligados a compatibilizar lo incompatible: su definición y sentimiento republicanos con el apoyo a la monarquía: estar en misa y repicando. Lo que simbólicamente significa bandera tricolor flameando en su corazón mientras la roja y gualda reina en su córtex cerebral (en el caso de Armengol son dos nacionalismos enfrentados los que pugnan: el del corazón y el de la ambición). Es la esquizofrenia del poder. Si la opinión pública virase claramente hacia la opción republicana variaría la posición de los socialistas, que no dudarían en abrazar la única bandera capaz de estremecerles de emoción.

La derecha sociológica está encantada con el discurso de Sánchez: abandona el radicalismo de izquierdas, se instala en la socialdemocracia y se dispone a disputar el voto de centro; lo de la sobreactuación de la bandera es lo de menos. La derecha política reacciona reprochando a Sánchez la contradicción entre el arrebato simbólico y socialdemócrata y el apoyo a la izquierda radical y a la nacionalista periférica en Madrid, Cataluña, País Vasco, Navarra, Valencia y Balears. Ha sido cogida a contrapié, porque no puede cuestionar la identificación del PSOE con el nacionalismo español sin cuestionarse a sí misma. Lo que sitúa la línea de trasvase de voto directamente entre PP y PSOE buscando la exclusión de Ciudadanos como partido intermedio. Una pinza bipartidista como ésta impidió la supervivencia del CDS. Es más dudoso el éxito de esta táctica ahora, cuando el alineamiento partidario no se sitúa, como entonces, exclusivamente en el eje izquierda-derecha, sino también en el eje continuismo-regeneración.

El éxito de la apuesta de Sánchez radica, no tanto en los aspectos programáticos y simbólicos que presenta, sino en cómo sean percibidos por el electorado. El político es un fingidor. Y Sánchez se adapta como la mano a un guante a esta definición. Si para ganar votos es preciso decir lo contrario de lo que se va a hacer, se dice. Si para obtener el poder es necesario conculcar la promesa electoral, se conculca. Si para asentarse en el liderazgo partidario es preciso romper con la tradición del PSOE de que el candidato y el secretario general es uno más, primus inter pares, tradición que ni siquiera el secretario general, Felipe González, que era motejado por sus más directos colaboradores como "Dios", se atrevió a romper, se escenifica la entrada de Sánchez en la asamblea de adoradores como al líder al que se debe culto de latría. Lo que no tienen en cuenta ni Sánchez ni sus asesores de imagen es que para la efectividad de una campaña de imagen tiene que haber una cierta correspondencia entre continente y contenido, entre la realidad, el valor del producto y lo que del mismo pretende decirse y que sea creído. González, con todos sus errores, tenía, además de la telegenia de la que también dispone Sánchez, peso propio, sustancia mollar y, al menos en apariencia, sinceridad, convicción y pasión en la exposición y defensa de sus posiciones. González, a pesar de sus obligados embustes, como cuando afirmó ante Iñaki Gabilondo que se había enterado del GAL por la prensa, era un actor extraordinario, rezumando autenticidad. ¡Qué menos que exigir esto a un político! Esta relación armónica entre la retórica, la pasión y el contenido del discurso, que tienen que ver con la seducción y la credibilidad del político, que poseía González y que en Barack Obama alcanzó su más refinada expresión, es ajena a la persona de Pedro Sánchez. Rezuma impostura.

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