Diario de Mallorca

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El PNV tiene últimamente buen cartel en el Estado. El periódico de más tirada acaba de publicar un comentario editorial, sin duda merecido, en el que elogia la prudencia de ese partido desde que está en manos de Urkullu, lo que le ha proporcionado un gran éxito electoral el pasado mayo. Incluso en el tema de ETA, tan delicado, el PNV ha adoptado una posición espléndida, después de escuchar atentamente a las víctimas, y aún podría hacer más si el gobierno de Madrid mostrara alguna receptividad a sus inteligentes sugerencias.

Es saludable destacar estos elogios y adherirse a ellos cuando en otra periferia española el nacionalismo ha desbordado con creces los límites de la racionalidad y se ha despeñado por los acantilados del absurdo. El nacionalismo catalán, siempre tan confuso, ha emprendido una alocada carrera hacia una independencia que no puede llegar porque no hay masa crítica suficiente, y para aproximarse al objetivo no ha tenido el menor empacho en destruir cuanto ha encontrado a su paso. Incluso a la propia familia nacionalista, en la que diversas cuñas han terminado provocando radical división.

Nunca fueron semejantes nuestros nacionalismos y no faltó en la transición quien presagió que los problemas le llegarían a España por la vía del nacionalismo catalán y no del vasco. Pero hoy la asimetría es tan rotunda que de vez en cuando conviene puntualizarla para que desaparezcan todos los equívocos.

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