Diario de Mallorca

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Antonio Papell

Año regio

El primer aniversario de la entronización del rey Felipe VI ha sido glosado como merece por los medios de comunicación, que, en general, han llegado editorialmente a la conclusión de que el relevo en la jefatura el Estado promovido por la abdicación del rey Juan Carlos han devuelto gran vitalidad a la institución monárquica algo constatable en las encuestas, que vuelve a disfrutar de un mayoritario apoyo social y lo que es, si cabe, más importante aún ha salido completamente del debate político que la había puesto en cuestión durante la última y controvertida etapa del rey Juan Carlos. Y ello a pesar de que los procedimientos judiciales del caso Urdangarin que implican directamente a la infanta Cristina, hermana del rey, siguen su curso con toda normalidad.

Las razones de semejante evolución de la opinión pública han de buscarse lógicamente en el cambio de actitud del monarca y del entorno regio. Felipe VI y su esposa, la reina Letizia, han basado su ejecutoria en la más depurada profesionalidad, sin concesiones. La adhesión ya no se busca a través de las emociones sino por la vía de la racionalidad. Los politólogos explican que la estabilidad de las monarquías se basa en la conjunción de la legitimidad de origen con la legitimidad de ejercicio; en el caso de don Juan Carlos, aquella legitimidad tenía incluso ingredientes carismáticos por su papel fundacional en la instauración del régimen; don Felipe sabe perfectamente que, auque la legitimidad de origen le sea indispensable, sólo la legitimidad de ejercicio dará durabilidad y brillo a la institución que encarna.

Tal legitimidad de ejercicio se desprende del propio texto constitucional, que en su momento compendió el marco jurídico de las principales monarquías europeas, en las que por supuesto el jefe del Estado no ejerce poder ejecutivo alguno sino que apenas tiene encomendadas las tareas políticas de "arbitraje y moderación", además de las representativas como símbolo de la unidad y permanencia del Estado. El cumplimiento de estas funciones, en parte mecánicas, termina generando un efecto integrador, que es el que el monarca debe perseguir, de tal modo que la corona forma parte del sentimiento de pertenencia que experimentan los ciudadanos al tomar conciencia de su propia identidad.

Si se produce este proceso con normalidad, la disyuntiva entre monarquía y república ni siquiera se plantea porque no tiene razón de ser, porque el modelo monárquico es lo bastante funcional y gratificante. La forma del Estado no influye decisivamente sobre la calidad de la democracia, y es notorio que el régimen pluralista más ensalzado actualmente en el mundo académico y en las distintas esferas de los medios de comunicación occidentales por su elevada calidad, el de Dinamarca, es una monarquía parlamentaria. Semejante evidencia desactiva algunas tesis de los partidos emergentes de este país que identifican modernidad con el sistema republicano. Más allá de la pura teoría y de los evidentes criterios de racionalidad representativa, no es serio en la Europa actual vincular la forma de Estado a la calidad de la representación política, que depende como es obvio de otros factores.

No cabe duda de que nuestra Constitución requiere una puesta al día, tanto para resolver determinados anacronismos como para repensar el estado de las autonomías. La Corona necesita también alguna actualización la apertura a la mujer de la línea sucesoria pero su papel en este proceso debería ser de impulso y moderación, vectores que caben perfectamente en el papel arbitral que su posición equidistante le concede.

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