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Columnata abierta

Silbar la cancioncilla

Si dos miembros de la ultraderecha española están pensando en irrumpir con armas automáticas en las oficinas del Barça o del Athletic de Bilbao, y asesinar a once personas, debemos anticiparnos y plantear dos cuestiones urgentes: en primer lugar, hay que evitar esa barbaridad como sea. En segundo lugar, los aficionados de esos dos clubes pueden pitar el himno de España todo lo que les plazca, y no deben sufrir ningún tipo de represalia por hacerlo. Analizar lo sucedido en la pasada final de la Copa del Rey del fútbol en términos de libertad de expresión, y comparar la pitada con las caricaturas de Mahoma como han hecho conspicuos opinadores, conduce a conclusiones absurdas. Llevar el problema a la Comisión Antiviolencia es un error, y también lo es plantear una sanción a los clubes como si fueran los responsables de unos silbidos masivos que duraron 45 segundos. A fin de cuentas, sólo es fútbol.

Sin embargo, la Real Federación Española de Fútbol se define como una entidad asociativa privada, si bien de utilidad pública, con potestad para organizar y controlar las competiciones oficiales de ámbito estatal. Por lo tanto, si sus responsables consideraron que en los momentos previos al partido no se observó el mínimo respeto institucional exigible, podían haber suspendido el partido, sin dramas, y celebrarlo al día siguiente en el mismo lugar con las gradas vacías. Casi seguro que hubiesen entregado en silencio el trofeo al equipo de Messi, ese extraterrestre, y a otra cosa, porque ya hemos convenido que sólo es fútbol. Aún así, parece razonable pensar que los aficionados del Barça y del Athletic se hubieran sentido molestos, enfadados, tristes o decepcionados por la decisión de celebrar el partido a puerta cerrada. Lo hubieran podido ver gratis por televisión, pero no hubiera sido lo mismo. Parece claro que existe una cuestión emocional que se debe valorar a la hora de impedir el acceso del público a un estadio. O sea, que el asunto es algo más que 22 tipos en calzones corriendo detrás de una pelota. Así que lo de pitar el himno de un país quizá también ofrezca connotaciones que van más allá de la libertad de expresión.

Algo de esto debió intuir un reconocido representante del fascismo madrileño como Oriol Junqueras, cuando admitió hace unos días haber silbado en el pasado el himno español, pero declarando ahora que "es mejor no hacerlo, porque los símbolos representan los sentimientos de muchas personas". Otro facha recalcitrante que se ha manifestado en la misma línea es el lehendakari vasco Iñigo Urkullu, al afirmar que la pitada es un hábito incompatible con el respeto institucional en las manifestaciones públicas sociales. Y remata: "lo que no quiero para mi, no lo quiero para los demás". Y luego está la interpretación política que ha hecho otro defensor a ultranza del centralismo autoritario de Madrid. Enric Juliana, director adjunto de La Vanguardia, considera que silbar es una forma de protesta que te coloca automáticamente en una situación de inferioridad.

Hasta aquí las opiniones de los más inteligentes de la clase nacionalista, que consideran que el respeto por los sentimientos ajenos resulta indispensable para construir un marco de convivencia, aunque luego pidas la independencia. Frente a la sonrisa de hiena de Artur Mas durante el concierto de viento interpretado en el Nou Camp, Junqueras presiente que esa humillación dificulta más que allana el camino soberanista. Y Urkullu sabe que el ascenso de Josu Jon Imaz como consejero delegado de Repsol contribuye más al progreso de Euskadi que mil pitadas en San Mamés. De esta visión casposa y rancia, de derechas y de izquierdas, que otorga un valor sentimental a los símbolos nacionales, a los propios y a los ajenos, discrepan los más demócratas, los defensores a ultranza de la libertad de expresión como valor sagrado y casi único en una sociedad moderna. Así, para los evolucionados que han conseguido abandonar estos atavismos, los himnos nacionales son cancioncillas. Cada uno que reaccione a su gusto al escucharlos, como con la lista de Los 40 Principales. El planteamiento me ha recordado a aquella polémica surgida cuando Cataluña reclamaba unas matrículas propias para sus vehículos, y Aznar agravió con torpeza y chulería gratuita a miles de personas al negarse a participar en "un debate de chapas". O aquel otro dirigente de ERC, cada 31 de diciembre envuelto en la senyera, que ante la quema aquel día en Mallorca de una bandera española por unos encapuchados, declaró que él no iba a opinar sobre un asunto de telas y trapos. El debate planteado estrictamente en términos de legalidad es estéril. Y por supuesto, nadie está obligado a emocionarse. En mi caso debo sufrir un desarreglo patriótico, porque me conmueve más escuchar las notas de La marsellesa o la Flor de Escocia que las de nuestra Marcha real. Pero más allá de los gustos particulares, la experiencia demuestra que no existe una sola democracia avanzada en el mundo cuyos ciudadanos no exhiban un mínimo respeto por esas chapas, telas, trapos y cancioncillas, las propias y las ajenas.

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