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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

La caída de Saigón

Aprimera hora de la mañana, un camión blanco está maniobrando para entrar en el patio de una dependencia oficial. Mientras cruzo la calle, me fijo en el rótulo que aparece en la caja del camión: "Servicio de recogidas, destrucción de documentos y protección de datos". El camión es grande y se prepara para una larga jornada de trabajo, porque estamos viviendo una etapa de cambios inminentes de gobierno en casi todos los organismos oficiales, y lo normal en estos casos, antes de que lleguen los nuevos dueños de la situación, es deshacerse de todos los documentos y expedientes que ya no interesan a nadie o ya no tienen ninguna utilidad. Pero vivimos en un país que se ha instalado en la sospecha permanente -y con muchos motivos para ello, por desgracia-, así que mucha gente piensa que esas supuestas limpiezas de papelotes ocultan una destrucción interesada de documentos comprometedores o "peligrosos". O dicho de otro modo, una descarada destrucción de pruebas.

¿Hay motivos para pensar eso? Los que ordenan las limpiezas dicen que todos los expedientes importantes se guardan en la intervención general, así que sólo se están destruyendo copias inservibles y papelotes sin ninguna importancia. Pudiera ser. Pero lo malo es que todos hemos empezado a sospechar demasiado de la que ocurre en determinadas instituciones. Y aunque fuera verdad que no se destruyen documentos comprometedores, sino que tan sólo se lleva a cabo una limpieza general para dejar sitio libre a los nuevos ocupantes, el recelo y la desconfianza ya se han apoderado de muchos de nosotros. Mal asunto.

Y la verdad es que la escena del camión que maniobraba frente a la entrada de esa dependencia oficial, si se une a las declaraciones histéricas de algunas lideresas del PP que hablan de "soviets en los distritos" y de otras barbaridades por el estilo, hace pensar que en algunos sitios se está viviendo una experiencia muy parecida a lo que pasó en la embajada americana de Saigón, en los últimos días de la guerra del Vietnam, justo hace ahora cuarenta años (a finales de abril de 1975, por más señas). En esos últimos días de guerra, mientras el ejército norvietnamita avanzaba imparable hacia Saigón y ocupaba el aeropuerto y llegaba a los arrabales de la ciudad, los funcionarios americanos de la embajada se pusieron a destruir como locos todos los documentos comprometedores -los "documentos reservados", como los llamaban en el lenguaje de la CIA-, mientras que los helicópteros evacuaban desde la azotea de la embajada a los demás funcionarios y a sus colaboradores vietnamitas más cercanos. La escena más increíble ocurrió cuando el embajador dio la orden de destruir los millones de dólares que había en la embajada, ya que pesaban demasiado para llevarlos en los helicópteros. Un destacamento de marines tuvo que quemarlos a toda prisa en un horno y después dinamitó la dependencia donde se habían guardado. De madrugada, cuando los soldados norvietnamitas ya habían llegado al centro de Saigón, el embajador se subió a un helicóptero y una radio trasmitió el mensaje en clave "Tigre, tigre, tigre".

Como ocurre siempre -aunque nunca en las películas-, el caos de la huida era de tal magnitud que ese mensaje sólo significaba que el embajador estaba a salvo, pero los mandos de la operación creyeron que ya no quedaban americanos en la embajada y dieron la orden de detener la evacuación. Pero en la azotea del edificio quedaban aún los últimos marines que habían defendido la embajada, que veían cómo los soldados survietnamitas que hasta entonces habían luchado a su lado se quitaban el uniforme en la calle y arrojaban las armas y huían despavoridos, mientras que la población enfurecida que no había podido huir en los helicópteros incendiaba el edificio y saqueaba lo poco que quedaba en la embajada (los cojines de los sofás, por lo que parece, tuvieron mucho éxito). Los marines, pensando que estaban perdidos, se bebieron las botellas de whisky que habían encontrado en la embajada, y cuando creían que ya nadie se iba a acordar de ellos, apareció un helicóptero al que alguien había conseguido avisar. El último marine en subir fue un sargento californiano llamado Juan Valdez, que se cayó al suelo cuando el helicóptero se elevaba, y al que sus compañeros, como en las viejas comedias disparatadas del cine mudo, agarraron como pudieron por los pelos y por la ropa hasta que pudieron meterlo en la bodega. En el helicóptero, los últimos marines que huían de Saigón pensaban -aunque ninguno se atreviera a decirlo- que no había sido un final muy glorioso para los quince años de guerra en Vietnam que tantos y tantos muertos había costado.

Aún no sabemos qué va a pasar en nuestro país, pero ese camión que destruye papeles, y cierta atmósfera general de miedo y de sospechas y de reacciones histéricas, nos indican que hemos entrado en un periodo muy parecido al de los últimos días de Saigón. Sobre todo para los que tenían tanto dinero guardado en las cajas fuertes que pesaría demasiado si tuvieran que meterlo en un helicóptero. Yo creo que no será para tanto, pero ya veremos qué pasa.

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