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Joaquín Rábago

La calle, privatizada

La plaza en la que uno correteaba feliz de niño ha sido liberada de bancos donde sentarse y de fuentes públicas en las que calmar la sed sin gastarse en ello un céntimo y está hoy en buena parte invadida por las terrazas de los bares.

Todo lo más se ha dejado en alguna esquina un pequeño recinto de arena, casi minúsculo, donde, vigilados de cerca por sus padres, los niños de hoy pueden deslizarse por un trampolín, subir por una escalera de cuerda o dedicarse a cualquier otro juego.

Ocurre otro tanto con los pocos bulevares que aún quedan en el centro: la mayoría desapareció hace años, víctima del tráfico rodado.

En ellos, el paseo central, todavía arbolado, ha sido también progresivamente invadido por mesas y sillas de los locales de restauración situados en los laterales.

Se trata en algunos casos de terrazas abiertas y uno puede todavía, aunque con algún esfuerzo, pasar por entre las mesas, pero otras están cercadas por paredes de cristal e impiden totalmente el paso si no es para sentarse allí y consumir.

Es la privatización más descarada del espacio público, y los ciudadanos parecemos aceptarlo como algo natural, como signo inevitable de unos tiempos en los que vale todo siempre que estimule el gasto y el consumo.

En las nuevas plazas, pero también en las viejas que con gran dispendio de dinero público se han remodelado, escasean muchas veces los árboles que dan sombra porque se prefiere dejarlas limpias para facilitar en ellas las actividades publicitarias de cualquier tipo o porque se quiere instalar allí alguna fea estructura que ha encargado el alcalde a un conocido.

Mientras tanto aumentan las tarifas de los transportes públicos y empeora el servicio que prestan porque se insiste en dar prioridad al tráfico privado aunque aumenten con ello los embotellamientos y crezcan los niveles de contaminación hasta el punto de superar los ya generosos límites fijados por Bruselas.

Desaparecen también en todas partes los pequeños comercios, los de proximidad, porque sus propietarios no pueden pagar sus alquileres mientras se da todo tipo de facilidades a las grandes superficies, que estimulan el uso del coche particular y consecuentemente el gasto en gasolina, que de eso también se trata.

Y a todo esto, alguna candidata frustrada a alcaldesa, autoproclamada liberal, parece preocupada únicamente por el efecto negativo que sobre el turismo puede tener la visión de tantos mendigos que duermen sobre improvisados colchones en las calles del centro.

Y ello sin que se le ocurra preguntarse por qué hay de pronto aquí como en otras partes tantas personas durmiendo en la calle. Sin que se le ocurra, o más bien sin que quiera preguntárselo, porque la respuesta salta a la vista y tiene que ver con el modelo socioeconómico que con tanto ardor ella defiende.

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