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Y ahora, Palmira

Los reinos de la fe y de la estupidez suelen aparecer solapados con más frecuencia de la que sería deseable en aras del progreso o, en todo caso, para una normal convivencia, sin que quepa atribuir a un credo en concreto el predominio del fanatismo por sobre la razón.

La imposición de las propias convicciones hasta llegar a la eliminación física del disidente no es cosa de ayer, aunque la Ilustración y una organización social que, siquiera en teoría, elimina la violencia como argumento, hicieran posible el fin de la Inquisición, acabasen con la pena de muerte en muchos países y hayan propiciado consensos para comportamientos que los depositarios de la verdad revelada siguen considerando como inaceptables transgresiones. Estoy pensando en el aborto libremente decidido o los matrimonios homosexuales, motivo de un reciente referéndum en Irlanda. Afortunadamente para la mayoría, creyentes o no, el laicismo, entendido como apuesta por el conocimiento, la libertad y el respeto a la diversidad, lleva camino de hacerse hegemónico en occidente, pero se ve aún sometido a la coacción por parte de radicalismos de variado signo. En los últimos tiempos, cierto sector islámico ejemplifica como ningún otro el abismo que sigue existiendo entre el sentido común y la ceguera totalitaria; entre la democracia y el imperio del terror, haciendo evidente que la evolución no actúa de forma extensiva ni afecta a los distintos colectivos por un igual.

No quiero decir con ello que pueda responsabilizarse al islamismo en su conjunto -una religión que profesa una quinta parte de la población mundial y está presente en más de cincuenta países- de cuanto asesinato o tropelías varias siguen cometiendo los yihadistas del Estado Islámico, pero parece lícito afirmar que, una vez más, la religión inspira, como antaño sucedió con el catolicismo, matanzas y destrucciones, aduciendo, para justificar sus desmanes, que arrasan para evitar las tentaciones idólatras, lo cual hace patente de nuevo que el Dios verdadero, el de cada quién, puede suponer para el vecino un demonio encarnado. Esos talibanes saquearon Nimrud, una ciudad asiria de tres mil años de antigüedad a orillas del Tigris, en Irak, destruyendo, con maquinaria pesada o a golpe de maza, bajorrelieves y esculturas preislámicas (de ahí el furor de esos descerebrados); de forma parecida acabaron con muchas piezas únicas en el museo de Mosul en junio pasado, arrasaron Hatra, en el norte de Irak (una ciudad fortificada y declarada Patrimonio de la Humanidad en 1985 por la UNESCO) y el día 20 de este mismo mes han ocupado Palmira, asimismo distinguida por la UNESCO en 1980.

Estuve allí, en Palmira o Tadmur ("La ciudad de los dátiles"), hace más de veinte años y todavía recuerdo con nitidez el trayecto, a unos 250 kms. de Damasco y pasando por Homs, donde nos detuvimos a comer en casa de Fida, nuestra guía siria: Hummus (puré de garbanzos con zumo de limón), cordero con arroz y yogourth? Después, la llegada a las ruinas de la que fue capital del imperio de la reina Zenobia, que se decía descendiente de Cleopatra, allá por el siglo III. La puesta de sol, sentados en el templo de Bel mientras escuchábamos a Fida extenderse sobre los avatares del lugar, en la ruta de la Seda, se incorporó con el tiempo a esos instantes mágicos que cualquiera de nosotros guarda en la memoria. Más allá de la columnata que parecía perderse en lontananza, se dibujaba en el monte el perfil de un castillo y, cercano, el oasis de palmeras, olivos y granados que visitamos al día siguiente y donde algunas mujeres, con el mentón tatuado en azul, vendían los dátiles que dieron nombre al lugar.

Quise deambular por la noche pero Fida me disuadió tras advertirme que podían merodear los lobos, así que hube de esperar al amanecer para recorrer lo que quedó tras sucesivas hecatombes, aunque más que suficiente (a pesar de que, según supe, sólo se había excavado apenas el 50%) para el imborrable recuerdo. El Valle de las Tumbas, algunas en forma de torre y otras subterráneas, el santuario de Nebo, el museo? Palmira fue devastada por las legiones del emperador Aureliano en el año 273 y, restaurada por Diocleciano, un terremoto en 1089 la redujo de nuevo a escombros, aunque lo que quedó baste para seguir haciendo de ella otro oasis de ensueño junto al de las palmeras.

Buena parte de los tesoros que en su día albergó, se guardan en el Louvre y, visto lo sucedido, debemos alegrarnos, porque cabe en lo posible que, tras el paso del Estado Islámico por el lugar, no quede de nuevo piedra sobre piedra. Cosas de la fe, dicen quienes por lo mismo, por amor a su Dios, han degollado ya a cuatrocientos en las inmediaciones. Triste destino es el que se cierne en estas fechas sobre Palmira y el país entero, junto con Irak, de no terminar pronto una locura que amenaza pasado y presente: el de todos, aunque a algunos les vaya la vida por mor del misericordioso Alá.

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