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Antonio Papell

¿Viraje a la izquierda?

Que el panorama político ha cambiado profundamente después del 24M es una obviedad, pero no resulta fácil describir la mudanza. En cualquier caso, los términos derecha e izquierda son polisémicos, y si se habla de izquierdización para describir el viraje de la política española, habrá que especificar qué quiere decirse. Porque no es lo mismo la socialdemocracia del PSOE que el populismo izquierdizante de Podemos.

Los movimientos emergentes que han conquistado una fracción relevante del espectro político han actuado movidos por dos impulsos complementarios: de un lado, han reaccionado contra una política despiadada de ajuste que ha hecho recaer sobre las capas sociales más desfavorecidas la mayor parte del peso de la crisis, provocada por las elites del sistema global. De otro lado, han representado la protesta contra el denigrante espectáculo de una corrupción generalizada, que ha vulnerado todos los principios de ética pública. Por decirlo más claro, Podemos es el resultado de la insensibilidad de un gobierno que no supo prorratear razonablemente los sacrificios y que por añadidura ha protagonizado el mayor escándalo de corrupción masiva de la democracia.

En consecuencia, los nuevos movimientos recién emergidos pretenden cambiar las cosas, y aunque han nacido predicando un orden nuevo -la utopía ha durado poco en Podemos-, pronto se ha visto que su revolución se limitaba a exigir un sistema socioeconómico más justo y un rigor absoluto en el manejo de los recursos públicos. Nada verdaderamente revolucionario. En cualquier caso, no hay síntomas de que las formaciones emergentes quieran plantar cara a Europa, ni siquiera secundar las posiciones estridentes de Syriza, sus compañeros de viaje.

Las elecciones del pasado domingo -en las que Podemos sólo concurría en las autonómicas y, sin su propio nombre, en algunas coaliciones locales- han permitido calibrar la envergadura de estas formaciones emergentes. En las autonómicas, Podemos ha oscilado entre el 8% de los votos en Extremadura y el 20,5% en Aragón, lo que la ubica como tercera fuerza, tras los hegemónicos PP y PSOE, notoriamente disminuidos pero con el 27% y el 25% respectivamente en todo el Estado. Así las cosas, no parece que la irrupción de Podemos, compensada con el eclipse significativo de Izquierda Unida -que ha desaparecido o casi del mapa autonómico-, vaya a escorar la política española. Surge, sí, una nueva izquierda, más populista que marxista, que no va en camino de acaparar poder suficiente para imponer sus criterios últimos, y que podrá aliarse con el PSOE en determinadas condiciones que aún están por ver.

En este sentido, la trayectoria del PSOE es una garantía. Dígase lo que se diga, fue el PSOE el partido que, en el gobierno en mayo de 2010, comenzó a enfrentarse a la crisis, impelido por Bruselas y con un gran coste en términos de prestigio. El compromiso de nuestros dos grandes partidos, PP y PSOE, con la Unión Europea no deja lugar a dudas, entre otras razones porque desde 1978 Europa ha supuesto el anclaje de nuestra democracia, el bucle de seguridad que había de evitar cualquier desviación interna.

Así las cosas, no hay que temer que el libre albedrío de nuestro cuerpo electoral nos arrastre al abismo. De momento, el sistema representativo da pruebas de una admirable flexibilidad y nos adentramos en un tiempo nuevo aunque sobre los carriles de unos partidos clásicos que están hoy en la encrucijada. El PP sigue sin entender lo que ha ocurrido -la reacción de Rajoy es delirante e ininteligible- pero el PSOE sí parece dispuesto a recomponer la figura sobre una firme regeneración moral y unos criterios plausibles de reconstrucción del estado de bienestar demolido por la doble recesión.

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