Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Promesas y realidades

Voy por la calle, leyendo los resultados electorales en el periódico -una imagen que por desgracia cada vez es más infrecuente-, cuando paso frente a la terraza de una cafetería. Es la hora del desayuno y casi todas las mesas están ocupadas. La gente conversa, se toma el café con leche o mira el móvil. Pero en un rincón hay una mujer que tiene la cabeza inclinada sobre la mesa, donde hay una taza de café con leche y una tostada intacta. Cuando me acerco, me doy cuenta de que está llorando. Y no son sollozos más o menos vergonzosos y reprimidos, sino llanto, un llanto caudaloso con gemidos y sacudidas de todo el cuerpo. El chiste fácil podría identificar a esa pobre mujer como una votante del PP destrozada por los resultados del domingo. Pero el dolor de esa mujer es tan intenso, tan irreprimible, que hace imposible cualquier clase de broma idiota. Sólo un cretino puede bromear con el dolor, y esta mujer, sea por las razones que sean, lo siente de verdad. No sé si está al corriente de los resultados electorales que yo iba leyendo cuando la he visto, pero está claro que en este momento no le interesan en absoluto. En su mente no hay sitio para estas cosas.

Cuento esto porque a menudo se olvida que hay gente que no vive los resultados electorales con ningún interés, sino con una apatía absoluta o con la más monumental de las desganas, ya que su vida está tan sometida a otras realidades mucho más acuciantes -enfermedades, penurias económicas, fracasos, depresión, soledad- que nada de lo que ocurra en unas elecciones puede afectarla. Y cuando se hace el recuento eufórico o decepcionado de los votos, casi nadie se acuerda de todas las personas que no pudieron o no quisieron ir a votar, o de las que lo hicieron sin ninguna clase de fe ni entusiasmo porque no se habían hecho ilusiones de ninguna clase o habían perdido ya las pocas que les quedaban. En Baleares hubo casi 15.000 votos nulos o en blanco, y en el resto del país llegaron a ser más de 700.000. Y luego hay que contar a la gente que no vota y que prefiere quedarse en su casa por las razones que sean, tal vez escepticismo o desánimo o pesimismo, o bien simple imposibilidad de desplazarse hasta el colegio electoral por la edad o la mala salud. Y si se junta a todos estos electores que podríamos llamar pasivos o desengañados, resultan ser muchos más de los que nos gustaría creer, aunque casi nadie se acuerde de ellos en los recuentos de votos o en los análisis electorales. Dudo mucho que la mujer que lloraba en la mesa del café hubiera ido a votar el domingo -¿para qué?-, pero esa mujer también existe y alguien debería acordarse de ella.

En los análisis que venía leyendo cuando he visto a la mujer se decía que el país había girado a la izquierda, y eso es indudable, pero el viraje no ha sido tan brusco ni tan radical como algunos nos quieren hacer creer. Aunque parezca mentira, los dos partidos que han formado la columna vertebral de este sistema político no han sido barridos del mapa ni han obtenido resultados vergonzosos, como alguna vez se había llegado a pronosticar. Y las opciones más rupturistas han usado un lenguaje mucho más comedido que los gritos y las proclamas incendiarias de hace un año. En cierta forma -y eso es bueno- han ganado las opciones más integradoras o que no han conseguido asustar al adversario. El miedo y el odio revanchista, que tanto se han utilizado por parte de PP y de las opciones más cercanas a Podemos-, también se han esfumado de la campaña. Y las opciones que han procurado integrar en vez de dividir han funcionado bien. Los ciudadanos parecen haber mandado un mensaje claro: "Queremos cambios, pero que no se hagan a lo loco ni a lo bestia. Y ahora pónganse de acuerdo en un mínimo de cosas. Y que sea pronto, por favor".

Ya veremos qué pasa. Una de las cosas que nadie ha dicho en esta campaña -ni se dirá tampoco en la de las próximas generales- es que todas las promesas que se hacen carecen por completo de fundamento. Vivimos en una economía renqueante que debe el 99% de su PIB y que ha de conseguir financiación exterior si quiere seguir pagando las nóminas de los empleados públicos y las pensiones de los jubilados. Y se mire como se mire, España no produce lo suficiente para pagar su costoso Estado del Bienestar y su aún más costoso Estado de las Autonomías. Es así de simple, de modo que muchos candidatos tendrán que tragarse las declaraciones grandilocuentes cuando ocupen el sillón y se den cuenta del dinero que tienen a mano. Pero sería bueno que se inaugurara un nuevo tiempo de pactos dirigidos hacia el bien común y en el que al menos se gobernase con un mínimo de decencia. Si sólo fuera por eso, ya todos habríamos ganado mucho, aunque la mujer de la cafetería tenga los mismos motivos para seguir llorando.

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